Mientras en diversos países se profundiza la polarización social al grado de poner en jaque acuerdos y prácticas que se suponían eran el alma de las repúblicas democráticas en el planeta, surge la pregunta: ¿la democracia, tal como la conocimos, está llegando a su fin?

La respuesta, por incómoda que parezca, es que sí: estamos entrando en la era de las post-democracias. Regímenes donde hay elecciones, pero no competencia; instituciones, pero sin autonomía; debates, pero sin disenso real. Gobiernos que invocan la voluntad popular mientras diseñan reformas que vacían el contenido plural del sistema.

México en estos tiempos de gobiernos morenistas es un caso extremo. La Reforma Electoral unilateral que está fraguando la llamada 4T ya deja ver su esencia: la sumisión al poder de los árbitros electorales, el debilitamiento institucional de los partidos opositores y el socavamiento de la representación proporcional para darle paso a mayorías artificiales. Una reforma de ese tipo pretende eliminar el pluralismo para callar las millones de voces que no se traducen en mayorías territoriales, pero que forman parte legítima del país.

Los guindas defenderán estas reformas como una “democratización” del sistema. Pero recordemos lo que advierte el politólogo Guillermo O’Donnell: “cuando un gobierno usa su mayoría para debilitar los contrapesos, lo que está en marcha no es una reforma democrática, sino una regresión autoritaria”. El objetivo no es mejorar las instituciones, sino subordinar la democracia a una sola voluntad.

En esa lógica, también Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han advertido —en su obra Cómo mueren las democracias— que los sistemas democráticos “no siempre colapsan por golpes de Estado, sino que a menudo se deterioran gradualmente, desde adentro, cuando quienes gobiernan socavan las normas y neutralizan los controles institucionales”.

En México, cada vez más decisiones cruciales se toman desde el centro del poder, sin deliberación real, con un Congreso convertido en oficialía de partes y, ahora, con la intención de moldear también al árbitro y al mapa de representación.

Lo más grave es que todo esto ocurre sin escándalo. Tal vez porque el ruido propagandístico lo ha sepultado todo. O quizá porque la ciudadanía ya se acostumbró a un sistema donde las elecciones existen, pero las opciones reales se disuelven. Un país donde la democracia aún se invoca, pero se ejerce cada vez menos.

Por eso debemos alzar la voz. No para caer en el catastrofismo, sino para advertir que el modelo que se nos quiere imponer —y que replica lo peor de la ola autoritaria global— no es nuestro destino inevitable. México puede y debe ser la excepción. Pero eso exige algo más que resistir: exige reconstruir.

Reconstruir una mayoría democrática con contenido social, con rostro ciudadano, con hambre de justicia y con prisa por resultados. Sobre todo, hay que defender la idea misma de que el poder debe rendir cuentas y no escudarse en el cinismos “de no somos iguales” (porque empiezan a ser los peores). Y porque no basta con rechazar reformas regresivas; hay que proponer alternativas democráticas creíbles, incluyentes y eficaces.

El riesgo no es que la democracia desaparezca de un día para otro. El riesgo es que permanezca entre nosotros disfrazada, maquillada, utilizada como coartada por quienes ya no creen en ella. El riesgo es que la democracia siga existiendo… pero sin demócratas.

Senador de la República por Yucatán

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios