Por supuesto que las imágenes de la golpiza de agentes del Instituto Nacional de Migración a un migrante ya sometido, incendiaron las redes y la indignación de todos quienes las hemos visto. Un acto brutal e inaudito agravado por el hecho de que soldados de la Guardia Nacional colaboraron para que los trogloditas del INM consumaran su atrocidad. Aunque lo más repulsivo de este episodio criminal es el elefantiásico agente que una y otra vez patea la cabeza del indefenso. Pero pateó también la cabeza del gobierno. La de un presidente que se ha mostrado indiferente ante estos actos de barbarie en contra de miles de haitianos y centroamericanos que intentan cruzar México huyendo del hambre y la muerte.

Cuando López Obrador asegura que hay que atender las causas estructurales —fundamentalmente violencia y miseria— en sus países de origen, tiene toda la razón. Aunque bien sabe que es una solución a largo plazo. Y que, por lo pronto, hay que atender la emergencia cotidiana con un respeto irrestricto a los derechos fundamentales de los migrantes.

Hace poco, a propósito del asilo a cientos de ciudadanos y periodistas de Afganistán, el presidente afirmó que “nada de lo humano me es ajeno”. Y se ganó el reconocimiento internacional incluso de medios habitualmente críticos de su gestión como el New York Times. El tema es que su gobierno no puede ser generoso con quienes huyen de Afganistán solo porque es un éxodo que está de moda y absolutamente omiso con las vejaciones en nuestra frontera sur, por tratarse de un fenómeno de todos los días. En sus mañaneras no ha dicho ni una sola palabra. Y no comprende que esas patadas son también a su propia cabeza, porque lo etiquetan como represor y violador de los derechos humanos.

Algo similar está ocurriendo con su mala copia llamada Claudia Sheinbaum y la violencia golpeadora de sus granaderos; esos que ella ofreció eliminar como su primer acto de gobierno y que vuelven a mostrarse con todo su salvajismo orangutanesco. Así ocurrió antier en el enfrentamiento con alcaldes electos del PAN y el PRI en la Ciudad de México. La imagen de Lía Limón con la nariz herida y sangrante ocupó las primeras planas de casi todos los diarios y se multiplicó en la televisión y las redes sociales.

Claro que hay versiones encontradas: la de los alcaldes, que solo querían ingresar al Congreso local para inconformarse por las restricciones operativas y presupuestales que se gestan en el gobierno de la capital, en venganza por la estrepitosa derrota de junio anterior y que fueron recibidos a golpes y toques eléctricos por un cerco policiaco. Enfrente tienen otros datos: que todo se trató de un montaje y que hubiera bastado una llamada telefónica para que los dejaran pasar.

También de la soberbia se aprende. Así que la señora Sheinbaum, en lugar de contemporizar ha dicho que “no se puede hacer de la política un circo” y que se investigarán los incidentes. Y sobre la petición de una reunión conjunta, que ella los irá llamando uno a uno.

En síntesis: ni el Presidente ni la Jefa de Gobierno han mostrado conmiseración, indignación o siquiera preocupación por los hechos recientes. La arrogancia ha sido el signo. Una ceguera autoritaria que empieza a marcar a sus gobiernos de la 4T como represores. Así de simple. Así de grave.

Periodista.
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