Esta es la última canción que escribió, narrando la intimidad de la pandemia. Se llama, a propósito, “Este tiempo”. Aquí, dos fragmentos: “Este tiempo, he aprendido a amarte más y a conocerte; cada hora, cada instante, he sabido estar contigo todo el tiempo; este tiempo lamenté cuántos colores me he perdido, lo que a veces pasa desapercibido, una rosa, un aroma, una música, este tiempo”.

Era un genio. Y con el debido respeto a otros grandes de este país, el compositor mexicano más universal de todos los tiempos. Con 600 composiciones, hay al menos 50 de sus canciones que trascendieron nuestras fronteras con deslumbrantes arreglos sinfónicos o en las voces de un centenar de grandes intérpretes de aquí y de allá. “Adoro”, “Somos novios”, “Te extraño”, “Contigo aprendí” y otras muchas más forman parte de la memoria musical del mundo en 30 lenguas diferentes.

Era también un ser humano luminoso. Uno de los momentos más felices y decisorios de mi vida fue cuando sorpresivamente se presentó a mi puerta a pedirme “asilo”; venía de un rompimiento y yo andaba en las mismas. Fue un año y medio de compartir soledades, conversaciones interminables, alguna que otra lágrima, pero también inmensas alegrías y anécdotas inolvidables como cuando tuvimos que comprar medio coche y medio coche, porque no nos alcanzaba para uno completo.

O cuando, en tiempos mejores, regresó de una gira y le platiqué que estaba muy contento por un nuevo hallazgo sentimental; que me había mandado a hacer unos trajes y comprado una bicicleta. Al día siguiente me entregó un cassette diciéndome “toma tu canción”; “mi canción?”, le respondí; “claro, tú la inspiraste, es tuya”. Y dice entre otras cosas: “hasta que te encontré, de un viejo arcón saqué el azul de mi alma inquieta y le salieron alas a mi bicicleta; hasta que te encontré, le puse ropas nuevas a mi fantasía y un motor nuevo a esta mi carrocería”.

Una noche le pregunté cómo había escrito “Esta tarde vi llover”, uno de sus clásicos: “me cancelaron una cita y una ilusión en un restaurante de Insurgentes; así que eché a andar por el Parque Hundido y me senté desolado en su rotonda; de pronto, empezó a chispear y la gente corrió a guarecerse en donde podía; de milagro traía una servilleta de papel y una pluma, así que escribí simplemente ‘esta tarde vi llover, vi gente correr y no estabas tú’; dime si no es la forma más pendeja de escribir una canción”, me dijo. Sí, le respondí, a cualquier pendejo se le hubiera ocurrido.

En otra ocasión, hablábamos de cualquier cosa, cuando le reclamé cariñosamente “¿ya no me estás oyendo, verdad?”; “perdóname, hermanito, es que traigo algo en la cabeza”; así que cada quien a su cuarto, aunque escuché perfecto la maravillosa porfía de su piano: tin tin tin, tin tin tin. Tiempo después, al presentarlo en un homenaje, le reclamé públicamente: “Quién te crees Manzanero, porqué te sientes tan poderoso que nos puedes abrir la piel y remover las entrañas con solo tres palabras, tres sílabas, seis letras: No se tú.

Yo sé que en este año terrible, las pérdidas nos abruman: perdimos la alegría de despertar por la amenaza de la muerte al dormirnos; perdimos la felicidad de abrazarnos unos a otros porque el miedo nos venció; perdimos la oportunidad de despedirnos de nuestros muertos; perdimos empleos; perdimos la clase media; perdimos la fe en nuestro gobierno indolente.

Pero yo no quiero incluir la partida de Manzanero entre las pérdidas del 2020. Por el contrario, creo que es nuestra única ganancia. Por la herencia maravillosa de sus canciones que llevaremos siempre dentro, muy dentro. ¡Hasta siempre, hermano Armando!

Periodista. ddn_rocha@hotmail.com