Empecemos con una pregunta fundamental: ¿A quién no odia Andrés Manuel López Obrador? Probablemente solo a los 30 millones que votaron por él, a los que se añaden sus fanáticos seguidores, los de la obediencia ciega, la burocracia morena y quienes reciben mes con mes las limosnas de su gobierno. Digamos que 50 millones.

El problema es que ya somos 130 millones. Así que no es nada aventurado asegurar que nuestro presidente odia a más de la mitad de los mexicanos. Inclúyanse en una lista cada vez más larga: la clase media de la colonia Del Valle, culpable de haber ganado elecciones intermedias; los médicos que solo medran con el dolor humano; los empresarios explotadores del pueblo bueno; los periodistas que mienten para debilitar su gobierno; sus críticos que se niegan a ver sus logros y deforman la realidad; las mujeres y feministas escandalosas; los niños con cáncer y sus padres; los académicos, investigadores, científicos, intelectuales y todos aquellos que propugnan por el conocimiento que él tanto detesta; y por supuesto ese grupo gigantesco y fantasmal al que alude frecuentemente: los neoliberales y los conservadores que constantemente sabotean los alcances y propósitos de lo que él ha llamado con la modestia que lo caracteriza, la Cuarta Transformación del país, solo equiparable a la Independencia, la Reforma y la Revolución.

A propósito, y pese a la gravedad de sus señalamientos cotidianos, hasta ahora no ha presentado ni una sola denuncia contra quienes, afirma, quieren desestabilizar su 4T. En cambio, López Obrador ha dividido a México porque gobierna solo para sus seguidores y por el contrario aborrece a los que llama sus “adversarios”. A quienes una y otra vez descalifica y sataniza desde el púlpito-trono de sus mañaneras.

Es en este escenario, donde ahora se ha atrevido a pontificar contra un mexicano judío tan exitoso y relevante como Carlos Alazraki. A quien, por el solo hecho de ser su crítico, lo ha señalado con su dedo flamígero como “hitleriano”. A lo que la respetabilísima comunidad judía ha respondido con justeza que “toda comparación con el régimen más sanguinario de la historia es lamentable e inaceptable”. El problema es que López Obrador no razona. Insulta y no rectifica, ratifica. Así que, si algunos ingenuos supusimos que corregiría, no lo hizo y por el contrario añadió que Alazraki es una persona en extremo conservadora y siguió insultándolo con que “aunque se piensa que ya no existen Hitler, Stalin, Franco o Mussolini, la verdad es que todavía hay pensamientos cercanos al nazismo, fascismo, stalinismo y la derecha rancia española”.

A eso se dedica el presidente de México. No a la búsqueda de medicamentos suficientes, a la recuperación económica, a contener la inflación; sino a la diatriba furibunda contra un exitoso publicista y comunicador que ha cometido el pecado de discrepar y criticar a un hombre que se siente poseedor de la verdad única y dogma de fe religioso incontrovertible. Quien, por cierto, nunca se ha conmovido sinceramente por las decenas de periodistas asesinados durante su régimen y en cambio, oportunistamente, defiende a Julian Assange y amenaza con pedirle al presidente Biden que desmantele la Estatua de la Libertad. Presidente López Obrador: ¿y si comenzamos por el Ángel de la Independencia?

Periodista. ddn_rocha@hotmail.com

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