Es bipolar. Pasó de estar feliz, feliz, feliz, a la ira inocultable. De congratularse por los triunfos estatales y camarales de Morena, a la rabia incontenible por el arrasamiento de su partido en la Ciudad de México. Una derrota insólita e histórica. Lo nunca visto en 24 años de gobiernos de izquierda, incluidos los seis que le tocaron a él.

Pero, con todo y el impacto brutal de la debacle, no es admisible su comportamiento, semejante al de un peleonero de callejón y lejos del correspondiente a un jefe de Estado. Como los que enaltecen a la democracia, aceptando sus derrotas.

Por el contrario, hemos visto y escuchado en los días recientes a un presidente encolerizado y contradictorio. Primero la emprendió contra los que no votaron por Morena “debido al bombardeo monstruoso de los medios de comunicación”, según él. Quien señaló que “en la capital de la República, que siempre había estado a la vanguardia, ahora hubo un avance hacia el conservadurismo. Pero eso lo atribuyo a que, sobre todo sectores de la clase media, fueron influenciados; se creyeron lo del populismo, el de que íbamos a reelegirnos, lo del ‘Mesías tropical’, etc”.

Aunque apenas un minuto después diría: un integrante de clase media-media, media-alta, incluso con maestría, con doctorado, está muy difícil de convencer, es el lector del Reforma; ese es para decirle siga usted su camino, va usted muy bien; porque es una actitud aspiracionista, es triunfar a toda costa, salir adelante, muy egoísta… son clasistas y racistas”… Y ya encarrerado: “individualistas, partidarios de ‘el que no transa no avanza’, de apoyar a gobiernos corruptos, son gente sin escrúpulos y —por supuesto— aspiracionistas”.

A propósito, la palabreja ha generado ríos de tinta, miles de memes, tuits, mensajes en redes, cartones, columnas, artículos, editoriales y seguramente marcará el sexenio lopezobradorista. Un término que usado como insulto, descalificación y agravio resulta inaceptable viniendo de un hombre que aspiró tres veces a la Presidencia de la República, hasta que finalmente lo consiguió. Y que ahora, desde los lujos del Palacio Nacional, considera que los mexicanos no tienen derecho a anhelar y aspirar a una vida mejor.

Por cierto, lo que AMLO no ha explicado es en qué basa sus acusaciones a lo que él llama indistintamente “las clases medias” o “algunos sectores de la clase media”. No creo que haya encargado un estudio socioeconómico de emergencia a los grandes cerebros que lo rodean. Menos aún, que haya leído clásicos de alcance global como “Comprender las clases sociales”, de Erik Olin Wright, o el imperdible “Clasemediero. Pobre no más, desarrollado aún no”, de Luis Rubio y Luis de la Calle.

Y hablando de definiciones y si nos atenemos a los criterios del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, hay en el país entre 52 y 56 millones de mexicanos clasemedieros que si no le conmueven, sí debieran importarle al presidente al menos para sus estadísticas electorales.

De cualquier modo, Andrés Manuel López Obrador está furioso. No solo contra la clase media, sino contra todo lo que no le sale como él quiere. Como en el caso de la Suprema Corte cuando asegura que “ministros íntegros son pocos… lo que predomina son los intereses creados… están al servicio del dinero”.

Todo porque ve venir su oposición a validar su necedad de darle dos años más a su consentido Zaldívar al frente de la Corte. Lo dicho, anda iracundo. Aguas.

Periodista. ddn_rocha@hotmail.com

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