A don Manuel Arróyave, F.S.C.

Lo extrañamos.

La historia, en ocasiones, logra apoderarse de las palabras. Las glorias del pasado parecen regresar cuando se clama “soberanía” o aparentan revivir cuando se habla de “patria” y no de “país”. El término “guerra” tensa las emociones y, al decir “imperio”, vuelven miedos que se pensaban cosa del pasado. Los conceptos complacientes se usan sin medida y generalmente sin necesidad, y los recuerdos inconvenientes se censuran conforme se evitan. En el español de América Latina, disgusta la palabra “invasión” y se trata de ocultar en capas de sinónimos que intentan oscurecerla, para controlar la memoria de lo ocurrido ––como si de esa forma se pudiera disimular la realidad del presente. Las “expediciones” han sido numerosas y las “guerras” contra los países latinoamericanos forman listas extensas, pero las “invasiones” casi no se encuentran en los recuentos históricos sobre esta región. En esta parte del mundo, al parecer, las potencias imperiales no invaden, sino ––como ambiguamente se prefiere decir–– “intervienen”.

En los doscientos años que han pasado desde la emancipación de las metrópolis europeas, las repúblicas latinoamericanas han enfrentado cerca de 32 invasiones. De 1821 a 1829, España intentó reconquistar su virreinato en América septentrional y, en 1864, ocupó las Islas Chincha en el Pacífico sudamericano. En 1802, las tropas napoleónicas trataron de recuperar la excolonia de Saint-Domingue del control de los emancipados dirigidos por Toussaint Louverture; restaurada la monarquía, en 1838, los intereses de expansión franceses desencadenaron la “Guerra de los pasteles” y, casi dos décadas después, el Segundo imperio sometió al Estado mexicano en lo que la historiografía en Francia ha denominado “l’Expédition du Mexique”. Las demás invasiones en la historia de América Latina han estado envueltas de franjas y estrellas. La potencia predominante en el continente, Estados Unidos, ha invadido en 27 ocasiones los territorios al sur de su frontera y pocas de estas acciones se nombran con la palabra “invasión”. Según su origen, el invasor “reconquista”, hace “expediciones” o “interviene”, pero casi nunca “invade”. Parecen perdidos el verbo “invadir” y sus derivados en el español de América Latina.

Esta palabra ha desaparecido por soberbia, por temor y también por ingenuidad. Cada derrota de los ejércitos latinoamericanos se ha compensado con discursos. La subordinación que no puede revertirse se pretende compensar con elogios y menciones de “independencia” y “soberanía”; los eventos penosos de la historia se esconden con héroes derrotados y se alteran con sinónimos que parecen menos incómodos. En las repúblicas orgullosas de América Latina, el nacionalismo lastimado obliga a enseñar que aquí los mártires mueren en las “intervenciones”, no en las “invasiones”. México es todavía más peculiar. En Churubusco, en la Ciudad de México, un exconvento que se transformó en fuerte durante la invasión estadounidense de 1847 es la sede del Museo Nacional de las Intervenciones, que guarda una colección valiosa de objetos que conmemoran el paso violento de tres imperios por el territorio nacional. El recuerdo del desastre se vuelve colección de piezas históricas para aprender el nacionalismo, si se evita pensar en “invasión”.

Detrás del orgullo que necesita censurar la historia, está el miedo. Ningún país en América Latina ha logrado superar su vulnerabilidad considerable ante las fuerzas que controlan la política internacional. La asimetría total de poder frente a la potencia dominante en el continente somete a las naciones latinoamericanas a la amenaza constante y a la obediencia necesaria, y la poca relevancia de sus acciones, más allá de las intrigas regionales, las obliga a defender lo que les queda casi solamente con discursos. La palabra “invasión” está vetada, porque recuerda la debilidad, porque habla de la insignificancia y porque aterra. Si los términos no se manipulan, nada queda para controlar. Los poderes imperiales no “invaden” en este lugar del mundo, porque sería insoportable que lo hicieran.

La ingenuidad ha terminado de esconder el verbo “invadir”. El dominio en las mentes latinoamericanas de las teorías liberales sobre la política internacional ha llevado a menospreciar este tipo de palabras, que se piensan poco relevantes para épocas de democracia, derechos y libertad, como se supone que es la nuestra. Las potencias ahora “democratizan” o “intervienen humanitariamente”, pero, al menos en América Latina, siguen sin “invadir”. En Panamá, en 1989, la Operación Causa Justa restauró la democracia y, mientras tanto, desoló las ciudades panameñas y masacró a sus habitantes. En 1994, la Operación Defender la Democracia, en Haití, no reparó en las muertes ni en la democracia.

Hay palabras cuya desaparición es una marca escondida de lo que atormenta a las sociedades. Cuando la historia puede volver, es mejor no invocarla. El presente parece un poco menos incierto al callar, y con el tiempo olvidar, los conceptos inconvenientes. La palabra “invasión” continuará perdida en América Latina.

Ricardo Jasso Huezo

Investigador del Centro de Investigación Internacional (CII) del Instituto Matías Romero, licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México y maestro en Ciencias Sociales–Ciencia Política por The University of Chicago.

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@rijasso en Twitter.

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