Las reformas electorales mexicanas han sido, desde 1977, la herramienta con que la democracia se ha modificado a sí misma. La reforma de ese año marcó un punto de inflexión: permitió la inclusión de partidos hasta entonces proscritos y creó mil casillas para facilitar la representación proporcional, lo que abrió camino al pluralismo político.

En los ochenta y noventa vinieron nuevos ciclos de cambio: la reforma de 1990 consolidó la profesionalización del proceso electoral al crear un instituto independiente, con estructura estatal y distrital, suficientes para organizar elecciones limpias; fue la respuesta institucional al cuestionado fraude de 1988. Más adelante, la reforma de 1996 dotó de autonomía constitucional al entonces IFE, eliminó la participación directa del Ejecutivo en su dirección y fortaleció los mecanismos de equidad en el financiamiento público de partidos. Con ello, se consolidó un nuevo piso político.

La reforma de 2007 fue la respuesta al conflicto poselectoral de 2006. Estableció reglas para el acceso gratuito de los partidos a tiempos de radio y televisión, reorganizó los procedimientos de recuento en caso de controversia electoral y reforzó la regulación de publicidad gubernamental durante campañas. Fue una reforma orientada a reparar legitimidad y evitar litigios institucionales. Finalmente, la reforma de 2014 centralizó funciones electorales: creó el Instituto Nacional Electoral (INE) con facultades para asumir responsabilidad sobre los procesos a nivel federal y local, fortaleció la fiscalización de campañas y estableció nuevos mecanismos para regular candidaturas independientes y garantizar rendición de cuentas.

Cada una de estas reformas respondió a una tensión histórica concreta —el fraude, la alternancia, la contienda polarizada, el control de recursos o el riesgo de intervención clientelar—, y buscó construir institucionalidad para robustecer la legitimidad democrática. Todas tuvieron puntos débiles —la sobre regulación, la lentitud, el costo, o la ineficacia en prevenir clientelismo o financiamiento ilegal— pero lograron consolidar avances: institucionalidad ciudadana, alternancia, acceso a medios y transparencia tributaria. No obstante, el sistema derivado de estas reformas también se ha vuelto, con el tiempo, más complejo, rígido y oneroso.

Hoy, cuando la Presidenta Claudia Sheinbaum ha decretado la creación de la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral, México se encuentra en una coyuntura distinta a la de reformar tras crisis. El decreto parte de una premisa clara: el sistema electoral no ha evolucionado al mismo ritmo que otras esferas institucionales. Aunque la Constitución ha incorporado nuevos derechos sociales y políticos, reformó al Poder Judicial e incluyó participación ciudadana en su integración, las normas electorales han permanecido inerciales y acumulativas. Es esta disparidad estructural la que el Ejecutivo presenta como desfase frente al protagonismo ciudadano contemporáneo.

El decreto habla de democracia en expansión, del “poder del pueblo” y del respeto irrestricto al voto libre como núcleo de la legitimidad política. Esa narrativa, más que estética, implica una lógica: actualizar las normas electorales para que el sistema refleje, en su arquitectura, una mayor cercanía con la ciudadanía activa. Pero como han demostrado las reformas anteriores, la forma importa: cómo se hace la reforma puede reiterar consensos o exacerbar divisiones.

La Comisión es predominantemente un órgano del Poder Ejecutivo, aunque el decreto prevé la participación con voz —aunque sin voto— de academia, organismos autónomos y sociedad civil. El desafío será transformar esa apertura formal en práctica deliberativa eficaz. Si la Comisión logra incorporar pluralidad en sus análisis y consultas públicas, podrá honrar la intención de deliberación que enmarca el decreto. Si no, podría reproducir un esquema institucional vertical que contravendría el espíritu participativo declarado.

Resulta llamativo que esta reforma brote del partido gobernante y no de partidos perdedores como ha sucedido en el pasado; en lugar de corregir errores de un gobierno en turno, se intenta anticipar los riesgos y revisar las reglas desde una posición de estabilidad. Esa diferencia puede ser virtuosa, ya que permite mayor serenidad en el debate, pero exige a quienes lideran la reforma comportarse como si no detentaran poder. En democracias maduras, quien tiene la fuerza para cambiar las reglas debe actuar como si no la tuviera.

La oportunidad que tenemos es histórica. Por primera vez en décadas, México puede revisar su sistema electoral con más cuidado institucional: más evidencia académica, más diagnósticos comparados, más consulta deliberativa. Reformar debe significar mejorar, no adaptar leyes al cálculo político del día.

Una reforma bien concebida podría aligerar el sistema, reducir duplicidades entre INE y OPLE, racionalizar el financiamiento público, regular de forma más efectiva la publicidad de gobierno y hacer más preventivos los mecanismos contra el clientelismo electoral. Pero hay una línea sutil entre reformar para robustecer la democracia y reformar para ajustarla a una visión política particular. Si la legitimidad del proceso se debilita, la legitimidad de los resultados estará en entredicho.

La reforma que viene debe descansar sobre conocimiento institucional, no sobre balance político. No es suficiente con legitimar desde mayorías legales: se necesita legitimidad social. Las reglas del juego democrático deben construirse pensando en quienes ganan y quienes pierden. En ese espíritu, esta reforma puede ser la más ambiciosa de las últimas décadas o el proyecto fallido que revierta avances.

Si la Comisión logra hacer un debate amplio, una consulta nacional abierta, una deliberación plural y propuestas técnicas fundadas en datos y experiencias comparadas, será un acierto. Si se convierte en un instrumento de ratificación institucional, estaremos ante un retroceso que erosiona confianza.

La reforma que viene no es en sí ni progresista ni conservadora: puede ser útil o dañina, fortalecedora o regresiva, dependiendo de cómo se articule. Más allá del tono de las exposiciones de motivo, confirmación de la oportunidad, y de los antecedentes históricos, lo que importa es el proceso. Y este proceso debe ser, ante todo, un ejercicio de madurez democrática. La musculatura institucional se mide en la capacidad de fallar bien, de escuchar distinto, de proyectarse hacia una sociedad compleja y diversa. Ese es el reto verdadero de la reforma que viene.

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