Vivimos tiempos llenos de opiniones. Con la llegada de las redes sociales a nuestras vidas, el altavoz personal de cada uno de nosotros se ha ido haciendo cada vez más pesado y ruidoso. Pareciera que por esos altavoces se ha colado de forma sutil e insidiosa la capacidad para censurar ciertos contenidos y actitudes. Es un hecho: nuestra voluntad como seres opinantes también nos convierte en jueces. Y, en ocasiones, en peligrosos individuos que, conscientes o no, ejercen la censura sobre sus semejantes, sobre lo que ven y lo que oyen.

Un blanco fácil en todo esto es el cine, que muchas veces es la víctima principal de todos aquellos que increpan aquello que les molesta. En los últimos tiempos hemos visto señalamientos de todo en tipo en el modo en que las ficciones representan la realidad. Aquello que para los censores representa una anomalía rápidamente se convierte en una diana hacia la que lanzar la piedra en un acto inconsciente. Hemos incorporado la crítica como un hábito tan humano como comer o gozar. Sin duda, es un indicador de que somos individuos más conscientes. Pero ¿y si toda esa crítica y censura excesiva nos estuviera impidiendo reconocernos como seres humanos, encontrarnos en nuestras diferencias?

Históricamente, el cine siempre sirvió para mostrar aquellos tabúes que sucedían en la intimidad de cada casa, pero por los que nadie se atrevía a abrir la boca. El cine es, y debe seguir siendo, ese vehículo liberador que muestra lo que no se ha mostrado nunca antes. Debe servir no para prohibir ni cohibirnos como individuos, sino para alumbrar nuevos temas de conversación y realidades que pensábamos no vivir. Es un puente para aceptarnos más unos a otros.

El ejemplo contrario es, precisamente, el efecto de los algoritmos en nuestras vidas. A cada rato recibimos información de lo que el sistema cree que queremos basándose en nuestros gustos y ocultando todo aquello que nos confronta, que nos incita a reflexionar, a conversar, a ver otro punto de vista. El algoritmo es el anticine.

No puede existir diálogo sin confrontación. Es un principio básico que pareciésemos estar perdiendo por momentos. Toda conversación que se precie pasa por puntos de desacuerdo. Es en ellos donde hallamos reflexión y cuestionamiento de nuestras ideas. Es ahí donde crecemos como individuos y especie.

Destinar todo nuestro empeño a señalar qué debe salir en una película o qué no, sea de la índole que sea, porque lo consideramos incorrecto, ofensivo o provocador es algo que daña nuestra comunicación.

Precisamente, ver y oír aquello que nos confronta es algo que nos impulsa a la reflexión, a la recapitulación y al reconocimiento de quiénes somos, aunque sea para estar más seguros de nuestras propias convicciones.

En el caso del cine y las series de televisión, que hoy día son el principal generador de conversación y opinión en el mundo, son medios que nos ayudan a estar menos solos. Y lo hacen precisamente promoviendo la diversidad de ideas y representaciones de diferentes realidades. Promoviendo la conversación que nos lleva a juntarnos, a conversar. Mientras el algoritmo nos atomiza y nos orilla al individualismo salvaje, el cine nos junta.

De nosotros depende saber aprovecharlo, dejar de hacer de cada conversación una declaración de guerra hacia aquellos que piensan diferente. Entender que es momento de unirnos, no de encontrar nuevas formas de separarnos.

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