No es fácil ser hijo de una leyenda, mucho menos si dicha leyenda es el estadista más respetado de la República en la segunda mitad del siglo XX. Jesús Reyes Heroles González Garza se las arregló para crecer y construir una obra fecunda sin quedar oscurecido por la sombra de su enorme padre. Lo conocí por la generosidad de dos diplomáticos de nuestro servicio exterior: la licenciada Catalina López Portillo Alcocer y el embajador José Ignacio Madrazo. Me invitaron a desayunar con él al San Ángel Inn para que me orientara con la tesis que yo escribía sobre “don Jesús.” Fui, como era en esa época de mi ya lejana juventud, impertinente y necio en mis preguntas, pero el doctor Reyes Heroles me tuvo una paciencia risueña, y una generosidad tan inmensa como su sonrisa mientras se quejaba de lo mucho que yo comía. “¡La próxima vez te invito a desayunar en mi casa mano!” decía riéndose cada vez que me veía pedir pan dulce, chilaquiles, machaca, chocolate caliente, fruta, tortillas, jugo de zanahoria, etcétera. A los norteños nos da hambre temprano y México tiene los mejores desayunos del planeta como escribió Carlos Fuentes. El doctor me habló con generosidad de su papá y me regaló varios de los libros de don Jesús que ya están fuera de circulación y que atesoro en mi biblioteca. Yo quería reconstruir la vida del personaje, pero el doctor me invitaba a reflexionar sobre sus ideas. Para mi fortuna, no paró ahí nuestra relación.

Secretario de energía, director general de Pemex, embajador de México ante Estados Unidos, el doctor Reyes Heroles supo representar a cabalidad esa profesionalización que distinguió a la elite priista del resto de las clases dirigentes latinoamericanas. En todos sus puestos entregó estupendos resultados a México. Y es que, mientras otros grupos políticos se estancaban en sus ideas “revolucionarias”, el priismo enviaba a sus hijos a educarse en las mejores universidades del extranjero, “no por esnobismo, sino para servir mejor al país. México no merece menos que la excelencia intelectual” como escribió Jesús Silva-Herzog abuelo. No sirve de nada la máxima vocación de servicio público sin preparación académica, intelectual, técnica. El provincianismo y el monolingüismo no son ni deben ser timbres de orgullo, así sea uno de izquierda. Las mejores intenciones no conducen a nada sin conocimiento, como le trataba de explicar Martín Luis Guzmán a Pancho Villa en El águila y la serpiente. De modo que el doctor Reyes Heroles estudió en el instituto tecnológico más avanzado del planeta, el MIT. Nada menos. “Mi papá no entendía la relación con Estados Unidos” me dijo una vez el doctor en referencia al intransigente antiamericanismo de su padre. En cambio, él sí la entendía, la estudiaba y la seguía con detenimiento. Independientemente del tema de nuestras reuniones, yo aprovechaba para sacarle alguna anécdota del presidente Clinton, algún análisis de la coyuntura política norteamericana y desde luego, su interpretación de las condiciones de la relación bilateral en ese momento. El doctor monitoreaba cada aspecto de esa complejísima relación en un análisis que era una delicia para cualquier interesado en las relaciones internacionales. Editorialista en estas mismas páginas, en sus artículos periodísticos desmentía la condena clásica de Cosío Villegas “en México quienes saben de política no escriben, y quienes escriben de política no saben.” El doctor Reyes Heroles sabía y escribía.

Lo recuerdo amable, pulcro y de buen humor en un homenaje que le hicimos a don Jesús en las instalaciones del Fondo de Cultura Económica. “Tu discurso fue el mejor y el que más le hubiera gustado a mi papá” me dijo cerrando un ojo al despedirse. Y uno, qué se le va a hacer, desbordante de orgullo y alegría. Su bonhomía no conocía límites. Un día me invitó a su casa en San Ángel a platicar, inquieto por el porvenir mexicano, sobre la ola de libros dedicados al estudio del populismo. Se acordaba de mi pasión por los postres. “¿Quieres empanadas y galletas?” me ofreció sonriente como de costumbre. “Me las trajeron de Querétaro. Acábatelas todas, ni que te costara trabajo… ¡¿Qué?! ¿Quieres más? Jajaja, espérame, creo que tengo de otras también.”

Consultor y encuestador exitoso, no fallaba en invitarme a la presentación de los resultados de GEA-ISA. Hoy lamento no haber ido a todas para convivir más con él. Aunque, la verdad sea dicha, en esas reuniones él casi no hablaba, prefería escuchar a los otros, señal inequívoca de las grandes inteligencias. Ya entrados en este sexenio, me despidieron de un periódico junto con el director y la mayor parte de los editorialistas. El propietario quería cambiar la línea editorial para ponerse a tono (y al servicio) del nuevo gobierno. Providencialmente, no sé bien cómo, el doctor Reyes Heroles se enteró y me buscó. “¿Te gustaría escribir en El Universal?” me preguntó con la misma calidez con la que pedía que me trajeran más chocolate caliente en nuestros desayunos. Y desde entonces aquí estoy, agradecido con él por la oportunidad de hacer lo que más me gusta: escribir. Tratando de cumplir dignamente el privilegio que me extendió de colaborar en estas páginas. Hay gente que aparece en nuestras vidas como por accidente, pero nos impulsa, nos rescata de la oscuridad y deja una huella indeleble. Mi afecto y gratitud permanente a su familia. A su hija Regina, lo siento en el alma. Qué orgullo ser hija de tu padre, dignísimo vástago de tu abuelo, pero dueño de una obra propia en servicio de la Patria. Un abrazo.

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