Alfonso Reyes

cuenta en algún texto cómo, durante sus estudios universitarios, uno de sus profesores de derecho constitucional terminaba su clase y se dirigía al senado. Era otro de tantos senadores prácticamente vitalicios de la dictadura porfirista. Con sentido del humor, el profesor, ya entrado en años, salía de la escuela, subía a su carruaje y le gritaba al chofer “¡A casa de la fulana!”, insinuando que el Senado mexicano era una vulgar casa de citas.

La anécdota viene a cuento por la bajísima calidad de los perfiles seleccionados para integrar la próxima legislatura. En el PRI están los éticamente cuestionables parientes de la dirigencia, en el PAN llega un grupo de mediocridades desconcertante y el PRD no existe. En Morena dan igual los titulares de las candidaturas, pues todos renunciarán a sus opiniones y se someterán a órdenes “superiores.” En Movimiento Ciudadano, la izquierda influencer de Starbucks, sin obreros, campesinos ni trabajadores del sector informal, oscilarán entre los juniors y las “niñas bien” del corredor Condesa-Polanco, con agendas tan trascendentales para México como el veganismo y los restaurantes pet-friendly. En una legislatura decisiva para la historia nacional como será la próxima, uno hubiera esperado que cada partido postulara sus perfiles parlamentarios más experimentados. Lo que está en juego exigirá grandes polemistas y eficaces negociadores, tribunos de primera línea para sujetar a escrutinio al poder ejecutivo y discutir reformas cruciales. No es hora de improvisar, en todos los partidos hay figuras de alto nivel, pero decidieron marginarlos.

El congreso es visto por los políticos mexicanos como un trampolín. Un aspirante a diputado es aquel en busca de un espacio con recursos para preparar su candidatura a gobernador, su salto al gabinete y a veces, ilusos que son, su candidatura presidencial. Urgen parlamentarios de vocación y de carrera. A pocas cosas se refieren con tanta bajeza los exgobernadores como a sus congresos locales. Las democracias consolidadas y prósperas no son ésas donde los ciudadanos esperan ser rescatados por un hombre, sino aquellas donde confían la representación de sus intereses y derechos a sólidas instituciones parlamentarias. Tantísimos expresidentes y exgobernadores mexicanos acusados de corrupción o con familiares señalados por enriquecimiento inexplicable constituyen un fracaso del poder legislativo.

Legislaturas que no fueron capaces de someter a revisión el ejercicio presupuestal. Los integrantes del Congreso no han sabido ganarse el respeto de sus conciudadanos, pasaron de levanta dedos a traficantes de influencias. La historia enseña que quien tiene poder, inexorablemente abusará de él. Para exigirle cuentas se inventaron los parlamentos. Todos los pueblos de la humanidad tienen un ejecutivo. La diferencia entre las naciones libres y las que no lo son reside en la funcionalidad de su poder legislativo. A la democracia estadounidense no la salvó del intento golpista de Trump un ángel providencial, sino un grupo de legisladores plenamente conscientes de su deber, encabezados por Nancy Pelosi, que decidieron sesionar durante la madrugada pese al peligro para certificar el triunfo de Joe Biden.

El problema es incluso arquitectónico. Pocas experiencias estéticas tan inspiradoras como una visita al Capitolio estadounidense o un recorrido por el Palacio de Westminster, hogar del Parlamento británico para ver las estatuas de los grandes parlamentarios. Los edificios transmiten la majestad propia de la representación de la soberanía popular. San Lázaro, en cambio, es un adefesio donde circulan diputados ebrios del brazo de sus amantes. Mucha gente sueña con un gran presidente mexicano. Yo sueño con varias generaciones de legisladores de calidad que obliguen al ejecutivo, sea quien sea, a portarse como estadista. No lo veré en la siguiente legislatura.

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