América Latina conoce de tiempos convulsos, pues se ha erigido a partir de estos. Dispares, pero con una herencia (¿o condena?) común, los países que la conforman han atravesado un largo transitar en la esfera política que los ha llevado hasta este momento. Una coyuntura de mayores retos que oportunidades, ante el desasosiego de haber consolidado, en su mayoría, un aparato institucional sólido, aunque infructuoso. La democracia se vislumbra como una promesa incumplida, cuya carencia de resultados que satisfagan a la sociedad en su conjunto ha incitado a la tentación autoritaria.

¿Y cómo culpar a quienes han sucumbido ante este embaucamiento si quienes lo ejercen apelan a la emoción, a la identidad, a la pertenencia, al miedo? Esta retórica, tan nociva como efectiva, permea en las filias y fobias más enraizadas en la psique humana, generando bandos tan polarizados como irreconciliables. Sin mayores alternativas a la vista, una ciudadanía huérfana de liderazgo y ávida de cambio ha empleado el voto de castigo, virando hacia ambos extremos de la balanza. Esto ha traído de vuelta a una suerte de ‘híper-presidentes’, sujetos políticos ampliamente presentes en la historia latinoamericana que han evolucionado en forma, pero no en el fondo. Patriarcas autoritarios que operan para el pueblo y contra una especie de no-pueblo. Acompañados de cámaras legislativas de mayorías ciegas o de intereses mezquinos. Que mantienen un fino y peligroso balance en un claroscuro que se aleja de la democracia sin llegar, salvo contadas excepciones, a una dictadura.

El caso peruano llama la atención puesto que no se asemeja en su totalidad al fenómeno que se ha desarrollado en varios países vecinos. Por un lado, su sistema político parecía haber superado los golpes militares, la ocupación extranjera y el caudillismo del último par de siglos. Por otro, el ejercicio de poder del ahora ex presidente Martín Vizcarra no es comparable al populismo de otras contrapartes regionales. Si bien su retórica se construyó en dirección al pueblo, su centro radicó en el combate a la corrupción que ha permeado en toda la historia reciente del país, misma que ensució su imagen con pruebas no fehacientes. Pese a las desastrosas consecuencias que acarreó la pandemia del COVID-19 y una serie de reformas controversiales, Vizcarra mantuvo una aprobación por encima del 50% durante su mandato. Popularidad que de poco sirvió para evitar que el congreso peruano lo destituyera sin importar el desconcierto que desataría en un contexto de por sí caótico.

Aunque los sistemas presidencialistas otorgan la facultad de llevar a juicio político al presidente como una garantía de la división de poderes en caso de que el ejecutivo incurra en una acción ilícita, lo acaecido en el Perú se reduce a una argucia ventajosa. Desde que los legisladores descubrieron el recurso de “incapacidad moral” y lo ejercieron en contra del ex presidente Alberto Fujimori, lo han reinterpretado a modo como una herramienta política, más no legal, a su favor. En contra de toda noción de democracia, el proceso de vacancia presidencial se ha repetido cuatro veces en los últimos tres años, a la par de una disolución del congreso. Cabe destacar además que quienes están ejerciendo dichas facultades meta-constitucionales no están libres de pecado; al menos 68 de los 130 congresistas actuales se encuentran sujetos a procesos de investigación por actos de corrupción.

El pueblo peruano tomó las calles y logró, con un saldo de por lo menos dos muertos, más de 100 heridos y 40 desaparecidos, la renuncia del presidente interino y artífice de la caída de Vizcarra, Manuel Merino. Resulta sumamente preocupante para el orden institucional y el Estado de Derecho llegar al punto de padecer tanto la ausencia del presidente de la República como del presidente del Congreso, situación que ni siquiera está contemplada en la constitución por su grado de anomalía. Alarma también la posibilidad de un acercamiento a la milicia como árbitro de la crisis. Mientras tanto, el futuro del país permanece incierto con una silla presidencial vacía, contrapesos ausentes, sin elecciones a la vista y con un impetuoso furor social.

Más allá de ello, los hechos cobran especial relevancia bajo una óptica sistémica. A lo largo de la historia, el Estado peruano ha intentado solventar sus crisis políticas, económicas y sociales mediante un vaivén entre la democracia representativa y la directa. Sin embargo, dichos esfuerzos inconclusos han sido arrastrados hasta el presente, culminando en esta ruptura del pacto social mediante representantes que actúan en contra de la voluntad popular que representan; un sistema rebasado por las atribuciones autoimpuestas por los propios funcionarios a su conveniencia; y una ciudadanía tan ávida de que sus demandas sean satisfechas por el Estado, como incrédula de la cúpula política.

Extrapolar este ejemplo de manera cuidadosa y sin caer en generalizaciones, expone la gravedad que representa la crisis de la democracia liberal como la concebimos desde su inicio. Especialmente, porque dicha crisis deja entrever que el fracaso de este modelo no depende únicamente de la consolidación de las reglas del juego, y mucho menos de un liderazgo de determinada ideología. Los vicios recaen en la estructura misma, en una simulación democrática en donde los giros del voto no han traído los cambios esperados, sino que, por el contrario, los incentivos individuales continúan sobreponiéndose por encima del bien común. Si ni la vía democrática ni la vía autócrata han sabido navegar los enormes desafíos que el presente plantea, ¿qué nos queda?

En palabras de Winston Churchill, la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás. No se tiene una respuesta correcta, ni mucho menos precisa dada la diversidad y complejidad de la región. De lo que no queda duda es que la indiferencia no puede ser la respuesta. La magnitud de la problemática demanda soluciones tan urgentes como disruptivas, que probablemente no vengan del propio statu quo. La efervescencia social, si se articula, puede renovar la democracia hacia un sentido genuinamente representativo. Sin embargo, así como América Latina conoce de tiempos convulsos, también conoce que no hay transición sin caos.

Es Licenciada en Derechos Humanos y Gestión de Paz por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Se ha desarrollado en los sectores público, privado y de la sociedad civil en temas de seguridad, justicia, igualdad de género y educación. Actualmente, es integrante del Parlamento de Mujeres del Congreso de la Ciudad de México y asociada del Programa de Jóvenes del COMEXI. Twitter: @RaquelLPM

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