La política de mano dura del presidente Nayib Bukele lo ha llevado a afirmar públicamente que El Salvador se ha convertido, irrefutablemente, en el país más seguro de América Latina bajo su gestión. Dicha afirmación se adorna con la tasa de homicidios más baja que ha registrado este país en décadas, la creciente popularidad del mandatario y la inauguración de l a cárcel más grande de la región, la cual promete albergar a 40 mil pandilleros. Esto pareciera indicar que Bukele logró dar carpetazo al conflicto sangriento protagonizado por las pandillas locales por más de tres décadas. Sin embargo, este caso arroja nuevas luces sobre la disyuntiva entre la libertad y la seguridad, así como las aproximaciones que están teniendo los gobiernos latinoamericanos a esta problemática.

Como contexto, la relación entre el gobierno y las pandillas salvadoreñas ha tenido distintos puntos de encuentro y tensiones desde su auge en los años noventa. Lo que distingue a la estrategia de Bukele de otros intentos de negociación y políticas de mano dura radica en tres factores principales. Por un lado, Bukele encabezó negociaciones directas con altos mandos de la pandilla M-13. Distintas investigaciones, incluida una por parte de la Fiscalía de Estados Unidos, evidenciaron el intercambio de apoyo electoral y gobernabilidad a cambio de favores y la liberación de miembros de alto nivel.

Por otro lado, Bukele ha utilizado el estado de excepción como una herramienta que le ha permitido lograr sus objetivos suspendiendo las garantías constitucionales más básicas. Desde el inicio del estado de excepción en marzo del 2022, se han arrestado a más de 60 mil personas sin pruebas acusatorias, sin acceso a asesoría legal, sin fecha próxima de juicio y en condiciones deshumanizantes. Finalmente, la aplicación de esta política se ha dado gracias a una importante erosión del Estado de derecho mediante el aniquilamiento de la división de poderes y los contrapesos institucionales en el país.

Las características que describen a la política de seguridad adoptada por Bukele encajan a la perfección con el modelo de populismo punitivo que ha caracterizado a varios liderazgos de la región. Además del aumento de condenas, amplios periodos de prisión preventiva y el incremento en el catálogo de delitos, una de las principales premisas de este concepto es la capitalización del hartazgo, el enojo y el miedo de la población que ha sufrido los estragos de la violencia criminal para fines político-electorales. Es quizás este punto el que más polémica y relevancia tiene.

Es innegable que la defensa de este tipo de políticas por parte de la ciudadanía es por demás comprensible; cualquiera que ha experimentado en carne propia el terror cotidiano que siembra el crimen organizado puede entender la complejidad que encierra este escenario. Sin embargo, esto va más allá de un debate sobre los derechos humanos y la cesión de ciertas libertades a cambio de la garantía de seguridad. Esta es también una discusión sobre la supervivencia de órdenes democráticos ante la permanente tentación autoritaria.

Sería ingenuo pensar que la demostración de poder y mano dura que ha desplegado Bukele se limitará al ámbito de la seguridad pública y a las pandillas. La mayoría legislativa del partido oficialista Nuevas Ideas, la cooptación del poder judicial a través de la destitución ilegal de magistrados, el control de la Fiscalía y el fortalecimiento del poder militar han consolidado en los últimos años el mando unipersonal del Bukelismo. No debe olvidarse que el populismo punitivo se alimenta de la división más que de consensos. De ahí que “los malos” rápidamente dejen de ser únicamente criminales probados, sino también cualquier tipo de disidencia, ya sean otras fuerzas políticas, activistas, medios de comunicación, organismos no gubernamentales o personas que simplemente estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado.

En una realidad política en donde los derechos humanos estorban, la división de poderes se reduce y la capacidad de las instituciones democráticas se anulan, la seguridad cortoplacista tiene un costo demasiado alto al otorgar a un solo hombre poder ilimitado bajo la promesa de un futuro mejor. El populismo punitivo premia los réditos políticos por encima de la eficacia de las políticas. Basta hacer una revisión de la historia reciente de El Salvador para comprobar cómo la derecha ya había implementado el encarcelamiento masivo a inicios de siglo, lo cual únicamente desembocó en el surgimiento de nuevos liderazgos y células que continuaron operando desde prisión. De igual forma, en Brasil esta estrategia derivó en el fortalecimiento imparable de la pandilla más poderosa del país: Primeiro Comando do Capital. El llamado Plan de Control Territorial no es sostenible, en términos prácticos y en alcance a largo plazo. El pandillismo es un monstruo de muchas cabezas que difícilmente se erradicará si no se enfrentan los problemas de raíz.

Llama la atención cómo esta estrategia ha causado furor no solo entre sectores de la población salvadoreña, sino también entre países vecinos. El propio Bukele ha ofrecido asesoría en materia de seguridad a miembros de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, mientras que su vicepresidente, Félix Ulloa, anunció un acuerdo de cooperación con Haití para diseñar un plan contra la delincuencia. Por su parte, los gobiernos de Honduras y Ecuador ya han sido señalados por el empleo del estado de emergencia como una herramienta de abuso de poder. En una región que concentra alrededor del 40% de los homicidios mundiales y domina el ranking de las ciudades más violentas del mundo, no extraña que se celebren este tipo de políticas, las cuales han sembrado un campo fértil para gobiernos autoritarios disfrazados de democráticos.

En América Latina estamos presenciando tres modelos de aproximación a la seguridad: la política aquí expuesta de Nayib Bukele en El Salvador; la política de “abrazos no balazos” sumada a una creciente militarización de la seguridad pública encabezada por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador en México y la negociación con grupos criminales y paramilitares bajo la estrategia de Paz Total de Gustavo Petro en Colombia. Pese a que solo el tiempo dirá cuál de estas dio los mejores resultados, su simple existencia evidencia que la atención a la violencia criminal no es una cuestión dicotómica, sino que esconde tantos matices como propuestas de solución posibles. De igual forma, la historia dirá si la probable reelección de Bukele en el 2024 traerá menor violencia o menor democracia al país centroamericano.

Twitter: @RaquelLPM

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