Toledo pertenecía a un Juchitán que consideró debería empatar con el Occidente que él conoció en su juventud, sólo que ese conocer dejara intacta la parte inocente, ingenua, prístina, original, del Juchitán que no podía ser tocado por manos que no fueran las mujeres y los hombres con los que él despertó en la infancia en esta enorme extensión de tierra por domar tras la historia de perpetuación de la raza indígena zapoteca, que no permitió ser arrasada por las metrópolis cuyo propósito supuso explotar persistentemente la riqueza de la periferia.

El Juchitán al que siempre volvió, fue el Juchitán promiscuo, que bien defienden los sociólogos como los únicos eslabones comunales que transitan de los pisos de tierra a los patios centrales, de casas cuyos techos son elaborados con fibra de palma a los tejados de mediagua, de la cocina con horno bajo tierra a la cocina artesanal con horno sobre tierra. Del lugar donde dormir en petate y guarecerse con las brasas del fogón alimentaron su despertar junto con los sonidos de los animales diurnos que formaron su colección falocrática, animales de río, de mar, de monte, animales feroces que sólo descansan su ira fornicando.

La pintura, los dibujos, la fotografía y la escultura de Francisco Toledo, mojaron la libido de esos pobladores juchitecos grotescos, que tras las expresiones del habla zapoteca comunicaban lujuria y lubricidad espontánea, precoz, con el decoro de sones que aborchonaban tan digna elegancia de la vestimenta de la mujer zapoteca y la ropa impecablemente limpia del encamisado de los hombres, aunque con esas arrugas necesarias de la fibra natural al que Toledo se remontó en un sinfín de fotografías en las que aparece con camisas intencionalmente arrugadas, como no queriendo dejar de pertenecer a eso que le hacía recordar la jornada del labrador de su tierra: el Juchitán de sus contemporáneos.

No sabemos en qué momento Toledo comprendió el movimiento subversivo juchiteco. Pero la séptima sección no es ajena a quienes crecieron o le conocieron el modo de ser a un Toledo niño, a un Toledo joven. Víctor Yodo, por ejemplo, el mártir por excelencia de Juchitán, aún espera en su faceta de “excluido” ser reivindicado, reconciliado con el pasado que todo juchiteco debe constelar. La muerte de Toledo ahora nos recuerda que siempre que muere un juchiteco, muere una parte de Víctor Yodo en él. Decimos lo anterior, porque últimamente Toledo estuvo de parte de los excluidos, de los necesitados, de los que no se podían defender, de los pobres.

No necesitó venir frecuentemente a su Juchitán para decirle todo lo que le reservaba en gratitud. En parte, mucha gente famosa viene a visitar este lugar porque intenta comprender el papel de Juchitán en la vida de Toledo. La gente visita esta comunidad como si fuera una romería obligada, un santuario erótico de reliquias profanadas dispuestas a extasiar en el goce supremo la conciencia cuadriculada de las almas puras.

Ese es el Juchitán que Toledo legó para que nunca muera. Juchitán en sus fiestas, en su duelo, en su historia, suelta a uno de sus hijos para que viva eternamente. Ese Juchitán visto por Toledo es alegría consecuente. Juchitán lo recordó con justa alegría, alegría de vida, alegría de trayecto continuo, alegría de albergarse con el fantasma de Toledo por sus calles. No es casual que haya muerto un 5 de septiembre, dicen los juchitecos. La batalla en 1866 de sus antepasados lo atrapa, para que aquellos sean traídos a cuento a partir de su vida.

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