Las jacarandas han vuelto a florecer, signo inequívoco en la Ciudad de México de que ha pasado un año. Que lo que creímos sería la primavera perdida de 2020 ha alcanzado otra escala y ya volvemos a aterrizar en la misma estación, pero otros. Hemos transitado del desconcierto y de un encierro más severo al comienzo de los contagios, por creerlo pasajero, a la rebeldía; hemos ido de lo pospuesto a la aceptación de modos de trabajo, de subsistencia y de convivencia. Hemos pasado del optimismo por la quietud, por un ritmo de vida que desconocíamos, de una ciudad silenciada a una desesperación anclada en la falta de horizonte y en la necesidad de compartir ciclos y momentos de vida.

Asumiendo que toda experiencia deriva en una serie de aprendizajes, me atrevo a enumerar algunos:

La introspección es interesante por un tiempo, después asfixia.

Convivir con otros o vivir en soledad tiene sus límites. El primero puede ir de la dulzura a la violencia,el segundo de la fuerza a la tristeza.

Estar encerrado puede hacernos adoptar una nueva forma de vida antisocial.

El sentido celebratorio de los ritos es un reclamo: nacimientos, cumpleaños, graduaciones, festejos.

Nuestros cercanos no sólo mueren de Covid. Reunirse en esos momentos es un aullido de entraña, que puede resultar letal.

La tecnología ha sido nuestra gran aliada y nuestra fatiga. Si celebrábamos el acortamiento de distancias a través de herramientas como el Zoom, ahora nos zumba la tiranía restrictiva de la pantalla.

Cuando transitamos la ciu- dad muerta, llevamos el luto en el cubrebocas.

Envejecemos más rápido en pandemia.

Conocemos el verdadero color de nuestro pelo.

Una vida sin planes ni futuro es un asilo de ancianos.

Los amigos que hemos elegido ver son los que nos llevaríamos a cualquier isla.

Vivir en pandemia es un naufragio del cual nos salvan ciertas lecturas, películas, música, arte visual que nos insiste que hay algo más que las cuatro paredes.

Las películas filmadas hace más de un año nos producen extrañeza: la gente se reúne, baila, se abraza, van a conciertos masivos. Es como ver las películas de los años sesenta y setenta donde todos fuman en cualquier lado.

Leemos literatura para reconocer el poder de nuestra imaginación, el gozo estético del poder de la palabra, la ambigüedad de la condición humana y lo relativo de las verdades. Confirmamos que el mundo no es chato ni tiene una sola explicación.

Leer no “emancipa” (Marx Arriaga dixit) a las mujeres que pueden ser víctimas de un feminicida lector. Los feminicidios no se contienen en pandemia, sino todo lo contrario.

La cuatroté nos marea con un cuento de buenos y malos donde los que están en el poder son los superhéroes.

La vacunación de los mayores de 60 en Ciudad de México ha mostrado una organización extraordinaria. Acostumbrados a la ineficiencia este logro nos deslumbra. Nos da un atisbo de esperanza luminosa, no sólo en cuanto al control de la pandemia si no a la manera posible de hacer las cosas. Por eso salimos bailando.

Los niños sin resbaladillas y columpios, sin parque, sin amigos, sin una educación que se ajuste al panorama virtual son la gran incógnita del tiempo por venir.

Y lo más obvio:

No podemos vivir sin alguna forma del contacto (tacto) humano.

La ciudad está poblada de aves que desconocíamos.

Esperamos un nuevo orden en las formas de vivir la ciudad, el trabajo y la compañía de los otros a partir del costoso aprendizaje.

Añada los suyos.

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