Cada caso de linchamiento es una herida profunda y luego una cicatriz indeleble y grotesca en nuestra memoria social, que siempre nos recordará que una vez, otra vez, muchas veces, hemos sido capaces de asesinar en grupo, arropados por otros, a una persona indefensa, y además envalentonados por la ciega y fugaz creencia de ser instrumentos de la justicia.

A la memoria de Daniel Picazo  

Al consumarse, en el estremecedor silencio que le sigue, cada linchamiento nos dice que ocurrió porque todo falló, y nos recuerda lo frágiles que somos frente a cualquier turba y lo crueles que podemos llegar a ser, así como la lentitud o la incapacidad de nuestras instituciones para impedirlo y para sancionarlo.

Los linchamientos no surgen de la nada. Van tejiéndose lentamente a murmullos y ahora también silenciosamente, a la velocidad de las redes sociales. Lo incomprensible es que en esos 30 o 60 minutos finales y fatales, nadie hay que llame a la razón con eficacia ni tampoco autoridad que llegue oportunamente y con los elementos necesarios para impedirlo.

Una vez que se enciende el ánimo por el miedo, la sospecha o la indignación, ya no hay quien detenga la barbarie. Y es inimaginable el horror que puede padecer la víctima. Porque a esos hombres y mujeres que apenas hace 10 minutos trabajaban, reían y convivían en paz, de pronto les urge la muerte como nunca, y quieren golpear, apedrear, quemar, ahorcar, crucificar, a ese desconocido que es, repentinamente, el destinatario de su inseguridad, sus reclamos, su ira, su revancha.

De acuerdo con registros periodísticos recopilados por la CNDH y el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM (*) entre 2015 y 2018 hubo en el país 336 casos de linchamiento, casi uno cada cuatro días. La tendencia alerta más que el número: fueron 43 en 2015 y 174 en 2018. En los 336 casos hubo 561 víctimas, de las que 123 perdieron la vida. De los años recientes no hay registros consolidados, pero todos sabemos que los linchamientos continúan.

Esto no va a parar por sí mismo. Hay que detenerlo. Podemos hacerlo por diversas vías. En buena hora que la senadora Josefina Vázquez Mota haya dado el primer paso para legislar sobre el linchamiento. Luego habrá que buscar la homologación en las legislaturas locales no solo en la tipificación y las sanciones, sino también en los protocolos de atención y de actuación de la fuerza pública.

Hay otra vía menos visible, pero presente también: el contexto de nuestra convivencia. Es indispensable recuperar el respeto y la confianza: que los agentes policiales respeten al ciudadano y que el ciudadano respete a los agentes. Que ambos honren su confianza mutuamente. Que la autoridad se esfuerce por brindar seguridad y evitar la impunidad y que la ciudadanía reconozca esa autoridad y se atenga a ella. Que todo el entramado social y legal excluya el linchamiento. Que no sólo deje de ser opción sino que sea delito y que el delito sea castigado. Que nadie, ni inocente ni culpable, sea privado de la vida mediante la acción ilegal del linchamiento

Es utópico, quizá. Pero dejará de serlo al paso que avancemos en la fortaleza de nuestra relación social, legal e institucional. Aunque ahora parezca imposible, tenemos que lograr que no haya más víctimas de linchamiento y que nadie más vuelva a ampararse en el grupo para creerse instrumento de justicia. Que todos asumamos nuestras responsabilidades y que nadie diluya la propia en el falso alegato de que “si todos fuimos, nadie fue”.

(*) Informe especial sobre la problemática de los linchamientos en territorio nacional, 22 de mayo de 2019, CNDH, IIS/UNAM. 
 

 Secretario general de Servicios Administrativos del Senado y especialista en derechos humanos.
@mfarahg 

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