Las protestas se extienden en el país. Lo que empezó en Minneapolis, llega a México en otro tono, con otra dinámica. Pero el fondo es el mismo: la protesta en contra de los abusos policiales. Me quiero detener en lo que hay de fondo de todo esto: el derecho a la protesta y sus límites.

Pienso, junto con Roberto Gargarella, que el derecho a la protesta es uno de los pilares de la democracia representativa. Una concepción de democracia amplia, inclusiva y deliberativa requiere de canales abiertos de discusión y disenso. La razón no es difícil de dilucidar: como a través del voto transferimos un poder económico y político enorme a quienes nos gobiernan –en especial, el poder de las armas-; entonces a todos nos debe preocupar que ese poder no se ejerza de forma abusiva. Eso precisa de una protección robusta de toda persona crítica del poder público –aunque sea una sola- porque es su derecho hacer valer sus reclamos y ser atendido en consecuencia. Este reclamo puede y debe hacerse siempre, con la mayor sonoridad posible, y en los lugares con mayor eco en la esfera pública: plazas, parques, calles emblemáticas, etcétera. Al poder, si es necesario, hay que gritarle para que escuche y actúe.

Con esto en mente, los lectores agudos, con algo de razón, dirán: “muy bien, reconozco que hay reclamos legítimos de derechos, pero ese reclamo no se puede hacer valer a costa de mis derechos”. Es el típico lugar común resumido en la ya celebre frase: su derecho termina donde empieza el derecho del otro. Lo cual se oye muy bonito, tiene cierto tono de altivez intelectual y uno se siente cercano al gran Kant cuando, con el pecho inflamado, lo espeta en una reunión social o en un discurso político. En lo que no se repara mucho es que es una frase hueca, vacía, que no dice nada.

Frases como “ningún derecho es absoluto”, “todos los derechos tienen su límite”, “los derechos colisionan”, merecen aplausos en los concursos de oratoria, pero eluden precisamente el punto de la discusión. Lo que nos interesa es cuáles son esos límites, cómo se dibujan los contornos de los derechos en colisión, qué los determina y cuál derecho tendrá que ceder en tal o cual caso, ya que los derechos siempre están en choque. Esto es lo importante. Únicamente con ese ejercicio analítico, y siempre con los ojos en la realidad, encontraremos los límites al derecho de la protesta.

Al ver lo que pasa hoy en día concluyo que la protesta debe tener los menores límites posibles. Este derecho es tan importante que debe ejercerse a cabalidad con muy pocas regulaciones de tiempo, modo y lugar. Me explico rápidamente.

Lo que más levanta cejas y preocupación es la violencia que se ejerce en los actos de protesta. Sin embargo, es un falso dilema. La protesta misma no pierde entidad ni legitimidad por la violencia individual o colectiva que en ella se produzca. Gargarella ilustra esto muy bien con el derecho de huelga, precisamente un tipo de protesta de los trabajadores hacia el patrón. Aunque mil trabajadores tiren piedras a su patrón, su derecho a la huelga se mantiene incólume. Son dos cosas distintas. Por un lado, los actos individuales o colectivos que merezcan reproche jurídico deberán ser sancionados por las normas vigentes y adecuadas –recordemos que el derecho penal es el último que debe ser utilizado-; por el otro, el derecho de huelga se mantiene y los reproches detonados nada dicen sobre el valor y la protección del derecho a la protesta misma.

En el caso de las protestas recientes, por ejemplo, el que haya infiltrados que únicamente asistan a cometer actos violentos no quita un ápice de legitimidad a la protesta misma, así esta se componga por tres, dos, o una sola persona. En tan importante la crítica política, que quien critica debe ser siempre protegido.

Por último, hay quienes piden regular el derecho a la protesta. Los defensores de esta posturas dicen que debe haber condiciones de tiempo, modo y lugar para protestar. ¿Se puede regular la protesta? Pues si, y sólo si, la regulación custodia y no socava el derecho a regular. Para decirlo rápido, si la regulación inhibe de alguna forma el derecho a la protesta; entonces esta es inconstitucional –hay jurisprudencia abundante sobre el tema-. Pensemos en medidas como limitar el acceso a las principales plazas del país por proteger la “estética” de la ciudad o no congestionar el tráfico. En estos casos, lo que debe ceder es el interés público por mantener cierta imagen urbana o el derecho al libre tránsito, porque la protesta vence a ambos, ya que requiere de hacerse notar, de comunicar un mensaje en los foros públicos. Lo mismo pasa con quienes piden, por ejemplo, que se proteste sin capuchas. Caen en el error de equiparar capuchas con licencias para violentar. Esta visión pasa por alto que muchas personas se cubren el rostro, no para cometer actos violentos, sino porque la anonimidad les da seguridad para alzar la voz y criticar al poder político –más en países donde la persecución política y los abusos de autoridad son moneda corriente. Y con que una persona –una sola- quiera protestar y se inhiba de hacerlo porque debe ir con su rostro a la intemperie, entonces la medida estaría violando su derecho a la protesta. Punto.

La libertad de criticar al poder es algo de suma importancia en una democracia. Es uno de los pasos para recobrar el control –que poco a poco se nos ha expropiado- de decidir cómo es que queremos configurar nuestra vida social.

@MartinVivanco

PD:

No estoy de acuerdo con la destrucción de la propiedad privada como parte de la protesta, pero me impresiona muchísimo que algunas personas parecen indignarse más por estos actos que por el asesinato de un ser humano en manos de quienes se suponen deben protegernos. No imaginan que Giovanni pudo ser su hijo o hija, o ellos mismos. Eso dice mucho de nuestra escala de valores, demasiado.

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