El aluvión mediático que ocurre cada día contra el proceso de cambio que vive México, pinta siempre una situación dramática, terrible, llena de malas noticias, de acuerdo con las cuales, al país le va mal y cada vez está peor.

Este aluvión mediático busca asidero en las viejas realidades estructurales, como el torbellino de violencia e inseguridad, la extrema desigualdad y el estancamiento económico, y en una pandemia que obligó a cerrar la economía.

A pesar de todo ello, sin embargo, el pueblo de México reconoce y apoya al actual gobierno federal.

¿Por qué? Porque el país cambió en los últimos tres años.

Se transformó la cultura del poder y la relación entre el poder y las clases sociales.

El prototipo del funcionario público dejó de ser el acaudalado que medía sus éxitos por los negocios y propiedades que lograba.

Los grandes empresarios comenzaron a pagar los impuestos que les correspondían. En pleno 2020, año de la pandemia, ocurrió el milagro tributario de la 4-T: la recaudación fue superior a la del 2019, a pesar de que cerraron un millón de empresas. Y ese aumento se debió precisamente a que los altos contribuyentes comenzaron a cubrir adeudos y obligaciones fiscales.

El consumo creció. Aumentaron las ventas de los bienes indispensables para la vida cotidiana. Y eso se derivó de tres grandes causas: los programas sociales, el aumento al salario mínimo y las remesas.

Continuó la obra pública, entre ella, la construcción de una refinería, de un aeropuerto y de un tren.

La suma de la herencia maldita y la pandemia no dislocaron a la economía mexicana. La inflación no se disparó, el peso no se devaluó, no se recurrió al déficit, no se contrataron nuevos préstamos y no se aumentaron los impuestos. El empleo se recupera y el PIB vuelve a crecer.

En tres años se han concretado reformas legislativas impensables en otros tiempos: desaparición de la partida secreta del Presupuesto, eliminación de la condonación fiscal, supresión del Estado Mayor Presidencial, corrupción como delito grave, extinción de dominio por corrupción, posibilidad de juzgar al Presidente por cualquier delito, revocación de mandato, creación de la Guardia Nacional, candado para obligar a aumentar el salario mínimo por arriba de la inflación, gratuidad de la educación pública superior, pensión de adultos mayores a la Constitución, voto directo para elegir dirigentes sindicales, límites a las remuneraciones de los servidores públicos, paridad de género en todos los órganos del Estado, apertura de México a la intervención del Comité de Naciones Unidas en materia de desaparición forzada, introducción de un capítulo de derechos laborales en el tratado comercial con Estados Unidos y Canadá, en fin, una larga agenda de reformas progresivas de gran calado, pendiente desde hace muchos años.

En otras palabras, en medio de viejos males y pandemia, se hace obra pública y política social, sin deuda ni déficit, y manteniendo el equilibrio macroeconómico, al tiempo que se concretan reformas históricas.

Tal vez todo esto ayude a explicar por qué a pesar de las graves crisis heredadas, de las consecuencias de la pandemia y del aluvión mediático, el Presidente de la República pueda presumir en el tercer año de su gestión una calificación aprobatoria del 6.7, la opinión de 72% a favor de que continúe en el cargo y de 87% de apoyo a los cambios realizados.

Senador de la República

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