En medio de la peor crisis de violencia e inseguridad que vive el país, el presidente ha demostrado reiteradamente que no escucha ni es empático con las víctimas. No acepta ninguna recomendación o crítica a su estrategia en seguridad.

Si un civil se atreve a cuestionarlo, corre el riesgo de ser agredido y difamado en la mañanera. Si se trata de un militar, puede ser citado a la Oficina de Justicia Militar, como le sucedió esta semana al General retirado Mauricio Ávila Medina.

Ante este esquema represivo, los esfuerzos de académicos y organizaciones por demostrar con argumentos que la (no) estrategia de seguridad ha sido fallida, no han logrado incidir en las decisiones del presidente. Tampoco los legisladores (incluso algunos de Morena) han podido limitar los excesos del Poder Ejecutivo y el inmenso poder de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).

La preocupación, en muchos, está latente, pero ha sido ahogada.

En los últimos 15 años el despliegue militar se ha justificado como una medida necesaria para contener y reducir la violencia, a pesar de que la evidencia muestra su fracaso. El presidente cayó en el mismo espejismo que sus dos antecesores, pero, además, está llevando al país de un proceso de militarización de la seguridad a uno de militarismo, es decir, al reconocimiento y fortalecimiento de las instituciones militares por encima de las autoridades civiles.

Con ese panorama, esta semana se presentó el tercer estudio del Observatorio de la Guardia Nacional y la Militarización, donde se deja evidencia que, además de la falta de resultados en seguridad, la Guardia Nacional es una farsa.

Sí, la Constitución afirma que es civil, pero, en la práctica, es un cuerpo militar: se rige por valores castrenses como la disciplina, la obediencia y la lealtad. Su desempeño se define por el cumplimiento de órdenes, no por la eficacia de sus resultados. Es más importante saber saludar a un superior que los conocimientos para realizar su trabajo. Es más importante mantener en secreto actos deleznables como el acoso sexual, que la dignidad de las personas.

El 80% de sus integrantes pertenecen a las Fuerzas Armadas. Fueron “transferidos” pero mantienen sus plazas, prestaciones y cobran en la Seden y en la Marina.

Además, solo uno de cada tres tiene el Certificado Único Policial que es indispensable para trabajar en este cuerpo. Es tan bajo el nivel de su capacitación, que no pueden actuar como primer respondiente, es decir, como quien llegó primero al lugar de los hechos. Por lo tanto, son incapaces de sostener la investigación en un juicio. En su informe, la institución revela que en 2021 detuvieron apenas a 14 personas por inteligencia e investigación. Las otras detenciones fueron en flagrancia.

Los datos y una pizca de sentido común me llevan a pensar que, si no hacen inteligencia ni investigación, tampoco apoyan a las policías y fiscalías estatales para resolver los homicidios ni las desapariciones. Lo que tenemos, en realidad, es que actúan como una policía municipal gigantesca que hace rondines, pero con la enorme desventaja de no conocer a la comunidad a la que supuestamente protegen.

El mismo estudio aporta datos cuantitativos sobre expansión del poder que han ganado las Fuerzas Armadas en este gobierno: al menos 227 atribuciones y un aproximado de 163 cargos de alto nivel en la administración pública civil. A ello se suma el presupuesto asignado de 235 mil millones de pesos a la Sedena, la Marina y la Secretaría de Seguridad y Participación Ciudadana, más los recursos de otras secretarías que los militares manejan por tener asignadas las obras de infraestructura insignia del presidente

El crecimiento de responsabilidades y recursos económicos se ha reflejado en importantes cambios cualitativos, que nos hacen pensar en la definición militarista de este gobierno.

Los posicionamientos del secretario de la Defensa a favor del proyecto político en curso son un ejemplo de ello. Se perciben cada vez más cerca de Morena, lo que comienza a poner en duda la obediencia de las Fuerzas Armadas a la Constitución y su lealtad con México.

Recordemos que el presidente Manuel Ávila Camacho impulsó una serie de reformas políticas para quitarles fuerza a los militares como actores políticos. También definió el carácter civil de las decisiones políticas del país. A cambio, les otorgó independencia en sus decisiones internas y recursos para garantizar que tuvieran las prestaciones sociales adecuadas.

De seguir esta definición militarista, ¿qué margen tendrá el siguiente presidente para regresarlos a los cuarteles?

Ninguno.

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