Esta semana se cumplieron dos años del triunfo electoral del presidente López Obrador. Fue elegido por una abrumadora mayoría cansada, entre otras cosas, de la violencia. El hoy mandatario prometió en campaña regresarle la paz al país y reducir la inseguridad. Esto evidentemente no ha sucedido.

Desde el punto de vista estratégico, el presidente ha afirmado que su gobierno está centrado en la prevención y por ello ha encabezado políticas públicas que “ataquen las causas de la violencia”. Distintas voces consideran que la entrega de cheques no constituye una verdadera política social, pero más allá de ese debate, en materia de seguridad no hay evidencia alguna de que esa repartición incida en los niveles de violencia. Por el contrario, se sigue observando un aumento en los asesinatos y en eventos terribles de alto impacto, como las masacres que vemos casi de manera cotidiana.

En el discurso presidencial y del gabinete de seguridad se habla de forma triunfalista de un “punto de inflexión” en los asesinatos. Sin embargo, desde antes que iniciara este gobierno, se tenía un promedio de cerca de 100 asesinatos diarios, cantidad que no ha disminuido, sino que se ha mantenido.

Por efectos de la pandemia en otros delitos hay una disminución, pero no se debe perder de vista los enormes subregistros. Esto sucede no sólo por la cifra negra, que en promedio está por encima del 90%, sino por las falacias que nos cuentan las procuradurías estatales y el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, que depende, por cierto, de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana.

Es por esto que las cifras oficiales chocan con lo que se vive en varias entidades del país; es por esto que cuando el presidente señaló el 1 de julio que México vivía en paz y en un Estado de Derecho, mucha gente se indignó. No sólo eso, la terrible realidad se encargó de recordarle que el gobierno tiene mucho que explicar cuando ese mismo miércoles fueron asesinados 24 jóvenes en un centro de rehabilitación en Irapuato.

En lo institucional, el panorama es desolador: se destruyó a la Policía Federal para otorgarle todas las responsabilidades de la seguridad pública a las Fuerzas Armadas, ahora disfrazadas en la Guardia Nacional. Han embarcado a las Fuerzas Armadas, y a todo el país, en un proceso de militarización que no hubiéramos imaginado, descarado y sin controles, como nos lo hizo saber el presidente mediante un acuerdo publicado el 11 de mayo.

Para colmo, también en sentido contrario a las promesas de la campaña, que duró casi dos décadas, se mantienen en el olvido a las policías estatales y municipales. En una responsabilidad compartida con gobernadores y presidentes municipales, no hay plan ni presupuesto para rescatarlas ni, mucho menos, para fortalecerlas. Y, para agravar la tragedia, cada día se mata en promedio a más de un policía, sin que en la mayoría de los casos se detenga a los asesinos.

Pero esto no es todo. Después de haber ofrecido, también durante años, solidaridad con las víctimas y sus familias, ahora derrumban a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas y ni siquiera se les da a los colectivos una cita para escucharlos. Entre este rosario de omisiones, tampoco hemos visto ningún proyecto para transformar a la Fiscalía General de la República, y tampoco alguna acción para enfrentar la gravísima crisis en que se encuentran los penales.

El saldo en materia de seguridad es terrible y esto se ve reflejado en las encuestas que diversos medios publicaron estos días. La gente no cree en el discurso presidencial simplemente porque ven la realidad. Todavía es tiempo de implementar una verdadera estrategia de seguridad. No somos pocas las organizaciones y ciudadanos que insistiremos en ello esperando que se cumpla la promesa del presidente de regresarle la paz al país.

***(Colaboró Raúl Rosales)

Presidenta de Causa en Común.
@MaElenaMorera

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