En cuanto leí la noticia del asesinato de los padres jesuitas, me vino a mente mi adorado tío Fernando Azuela Huitrón, también jesuita. Una persona dulce, entusiasta, promotor de paz y amante del cine y de la música. En sus últimos años cargó con una tristeza profundísima y un desconcierto invasivo tras haber visitado el sitio en el que en 1989 fueron asesinados en El Salvador otros compañeros suyos de la compañía de Jesús, a manos de un comando del ejército del país centroamericano. La violencia que corroboró, al visitar el lugar donde se llevó a cabo la masacre, le marchitó el alma al grado de sentirse extraviado en esta humanidad desoladora.

Los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales, de 78 años, y Joaquín Mora, de 80, fueron asesinados al interior de la iglesia de la comunidad de Cerocahui, en la sierra Tarahumara (Chihuahua) cuando le daban refugio a un hombre que era perseguido, el guía turístico Pedro Palma, de 60 años. En El Salvador fueron las fuerzas armadas de ese país quienes perpetraron la masacre, no fue necesariamente así en el asesinato de los sacerdotes Javier Campos y Joaquín Mora, a manos del crimen organizado. Sin embargo, el empoderamiento territorial y armamentista de los grupos criminales en nuestro país, además de la inexplicable indiferencia o hasta el amparo silencioso de fuerzas de seguridad municipales, estatales o federales instituidas en la zona facilita, por no decir promueve, estos hechos atroces en los que ya no se respeta ni siquiera la investidura religiosa.

En estos tres últimos sexenios, con distintos partidos encabezando la Presidencia, compartiendo todos su afán por la fallida guerra contra el narcotráfico, han sido asesinados 30 sacerdotes, según la organización Centro Católico Multimedial. La ola de violencia ha alcanzado también a iglesias, que muchas veces son refugio de la propia ciudadanía. ¿Llegará el día en el que pongan fin a su estrategia de salvaguarda de la seguridad nacional basada en una guerra caótica, ineficaz y claramente productora de miles de muertes y desapariciones?

Las autoridades presumen conocer al principal sospechoso por ser un líder criminal de la zona: José Noriel Portillo, alias El Chueco. La pregunta es ¿qué hacía libre un criminal que se tiene ubicado y con responsabilidades identificadas?

La conmoción para la comunidad católica impulsa la visibilidad de estos asesinatos y desapariciones, que son un eslabón más de la cadena de recientes masacres en  Chihuahua,  tanto en Ciudad Juárez, como en Cuauhtémoc y en la Carretera Parral-Jiménez.

Aunque a la fecha acumula más de 540 homicidios, en 2021 Chihuahua tuvo un registro de 802 homicidios en el mismo periodo. Los números son la clara muestra de cómo ha sido un total fracaso la estrategia “de guerra y abrazos” contra el crimen organizado. La Secretaría de la Defensa Nacional colocó a finales de 2021 al estado de Chihuahua en el lugar número tres con mayor índice de homicidios; en la estadística municipal de homicidios dolosos, Juárez se posiciona como el segundo municipio con mayor índice de asesinatos, al contar 235 en los primeros cuatro meses del año.

Por un lado, se posiciona una Guardia Nacional armada hasta los dientes en zonas de alto riesgo, mientras la comunicación oficial y los hechos de facto no muestran ningún ejercicio efectivo de tácticas de detención criminal. En cambio, sí arrojan saldos de muertes de civiles en sus supuestos enfrentamientos.

Los abrazos parecen traducirse en protección oficialista, son abrazos de inopia, abrazos de indolencia ante las pérdidas de ciudadanas y ciudadanos que llevaban una vida digna. Abrazos con los que se justifica la inacción, discursos huecos sin que exista una ruta civil de procuración de justicia y de contención de violencia. Abrazos de abandono a las comunidades, de entrega de plazas y de blindaje del crimen.

Acabamos de vivir el mes más violento del año, en el país hay  de 90 a 100 asesinatos al día, con una impunidad del 97%. Una impunidad que abraza al crimen y lo arropa bien.

@MaiteAzuela

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