Dejó de ser “Andrés Manuel” muy rápido, el “señor Presidente” se le subió a la cabeza desde el primer minuto, se enfermó de poder y empezó su declive. Era de esperarse, a fin de cuentas, aunque él no lo crea realmente no es ningún Dios, ni es ningún elegido, ni es nada más especial que un simple mortal, un hombre que se convirtió en el más poderoso de México en la historia contemporánea y, era lógico, no pudo soportarlo.

Andrés Manuel encarna perfectamente eso de que el poder corrompe, pero el poder absoluto corrompe absolutamente. Cierto es que el Presidente no gusta de lujos sino de lisonjas, que el Presidente no se obsesiona con billetes sino con aplausos; que no quiere nuevas ideas para sus proyectos, sino que todos se apeguen a sus ideas y a sus proyectos. El Presidente se corrompió de la peor forma que podía corromperse, se volvió lo que juró destruir, se vendió a sí mismo por su ego.

Al pobre Andrés le urge su museo, quiere ser el nuevo Benemérito, quiere que lo amen, aunque él se dedique a odiar; le urge su rostro en los billetes de 20 pesos, se quema en ansias por verse en los libros de historia como un héroe entre los héroes, como un místico, como el nuevo salvador, el nuevo padre de la patria.

Es como cualquier paciente que sufre delirios de grandeza, pero con la salvedad de la grosera acumulación de poder de la que goza este paciente en particular.

Aclaro que no deseo ningún mal a nadie, solo que dudo que López Obrador viva lo suficiente para ver el desastre en que se convertirá su legado histórico, en 30 años será un leve símil de Chávez, de Daniel Ortega o de Pedro Castillo, una mascota de Trump, o de Putin o de Xi, otra caricatura del populismo que se jodió al mundo en las primeras décadas del siglo XXI; sí, el Peje, será uno más de los malos de la película.

Pero en un paciente con delirios de grandeza es imposible la autocrítica, así que lo que queda del sexenio podemos esperarlo todo; el Presidente sabe que el final de su poder está muy cerca, sabe también que ya es imposible aferrarse, sin importar que deje a un o a una incondicional se le acabará el sexenio y se le acabará todo.

A menos que se le antoje el camino de un dictador y, eso, no podría ser. No hay forma de que se quede, no hay manera de que regrese, aunque haya comprado al Ejército, aunque llenó los bolsillos de los generales con asquerosos miles de millones de pesos, no le alcanza, no le da, se va para siempre del poder el 1 de octubre de 2024.

Y nos va a dejar un país militarizado, esos sí que no se van ni se irán, a ver quién se atreve a quitarles una pizca de poder que Andrés Manuel les dio a manos llenas para sostener su delirio. Y nos deja un país ensangrentado. Y nos deja un país empobrecido. Y nos deja un país con un sistema de salud que se parece más al de Haití que al de Dinamarca. Y nos deja un país donde el odio se respira.

Y nos deja un país más ignorante. Y nos deja un peor país.

Pero todavía faltan 529 días para que se termine el sexenio.

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