Se cumplen casi siete meses desde que la Secretaría de Salud recomendó suspender temporalmente las actividades no esenciales de los sectores público, social y privado. En mayo se publicaron los lineamientos para la reactivación económica. Desde entonces se habla de una “nueva normalidad” diferenciada. Las escuelas y las universidades han pasado a la modalidad virtual o televisada. Los geles antibacteriales están a la puerta de cada comercio y establecimiento público. Los contactos sociales continúan restringidos. Y a pesar de la mucha evidencia científica, la utilización de cubrebocas sigue siendo potestativo.

Quienes no tienen la oportunidad de optar por medidas de aislamiento social, trabajan en un contexto de fuerte riesgo, incertidumbre y vulnerabilidad.

La información en tiempos de crisis se vuelve un bien fundamental. Es la diferencia entre ignorar un caso asintomático y proteger a los más vulnerables. La diferencia entre acceder a tiempo a un servicio de salud o entrar en una agonía sin saberlo. La diferencia entre salvarse o ser sorprendido por la muerte.

El 28 de septiembre pasado se celebró la 18ava edición del Día Internacional del Derecho a Saber. Esta fecha inicialmente seleccionada por un grupo de activistas y académicos para compartir aprendizajes y retos, fue premonitoriamente declarada el año pasado por la Asamblea General de las Naciones Unidas, como el día del acceso universal a la información. El tema obligado fue el uso de la información en tiempos de crisis. Cómo garantizar su acceso pleno e igualitario, salvar vidas, fomentar la confianza y formular políticas sostenibles durante y después de la pandemia.

Un paso importante es conocer con precisión los datos que muestran cuándo y cómo se puede salir del aislamiento y reanudar las actividades. Los tres indicadores reconocidos por la Organización Mundial de la Salud son: la reducción sostenida y demostrada en el número de contagios, hospitalizaciones y decesos durante dos semanas continuas.

También, que durante este tiempo los sistemas de salud y hospitalización no se vean rebasados después de la apertura por un repunte en los contagios. Finalmente, el fortalecimiento del sistema de vigilancia epidemiológica para poder mapear nuevos contagios y reaccionar preventivamente.

Otro paso es tener acceso a información sobre programas de ayuda económica con datos que hagan posible la transparencia y verificación de que quienes lo reciban son los que más lo necesitan. Los datos abiertos son igual de necesarios que los medios convencionales como el perifoneo en comunidades rurales.

Uno más es comprender que la pandemia y sus secuelas requieren esfuerzos de colaboración social. Los organismos no gubernamentales, las universidades, los centros de investigación, las comunidades de derechos y las redes científicas son aliados naturales —si acaso se les incluye— para una estrategia que obliga a nuevas normas de convivencia.

Por ningún motivo los contextos de emergencia deben ser un pretexto para limitar derechos fundamentales. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha sido muy clara en señalar que, en caso de adoptar medidas de protección extraordinarias, susceptibles de limitar derechos, las resoluciones deben ser precisas, fundamentadas y sobre todo temporales. La pandemia será todavía larga. Por eso necesitamos mayor colaboración y mejor información.

Coordinadora de la Red por la Rendición de Cuentas
@loulou.morales@gmail.com

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