Durante abril del 2015, la sociedad guatemalteca se manifestó pacífica y masivamente contra la corrupción, ocupando las principales plazas del país. La chispa que incendió la indignación de viejos y jóvenes fue el caso “La línea”. Una compleja red de sobornos y evasión fiscal revelada y judicializada por la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) y el Ministerio Público de ese país.

Establecida en septiembre de 2007, a solicitud del gobierno de Guatemala, la CICIG se configuró como una instancia independiente, de carácter internacional, cuya finalidad era apoyar a las instituciones de justicia guatemalteca para investigar, identificar y desmantelar cuerpos ilegales de seguridad que cometían violaciones a derechos humanos. En un principio, el órgano auspiciado por Naciones Unidas trabajaría durante un tiempo limitado en acciones de asesoría técnica, acompañamiento en procesos de denuncia y ejercicio de la acción penal. Sin embargo, una vez instalada, la CICIG se enfrentó a instancias con escasas capacidades de investigación y con cooptación de instituciones que le llevó a concluir que el problema de la corrupción en el país era sistémico, profundo y respondía a las características de un Estado capturado.

Con la llegada del comisionado Iván Velásquez Gómez a finales de 2013, la CICIG incursionó en investigaciones sobre macro-criminalidad y financiamiento electoral ilícito. A partir de ahí, y ya con mayores herramientas de análisis e investigación, se dieron a conocer casos que desnudaron la red de complicidades entre gobierno, élite empresarial y representantes populares.

Las movilizaciones descritas como la “Primavera chapina” —en alusión a los movimientos a favor de la democracia en el mundo árabe— reflejaron el enojo de una sociedad traicionada por las élites. Al grito de “Renuncia Ya” la entonces vicepresidenta Roxana Baldetti y el presidente Otto Pérez Molina abandonaron sus cargos para enfrentar en la cárcel distintas acusaciones de corrupción. Tras de ellos, prácticamente todo el gabinete acabó tras las rejas.

Para los guatemaltecos y para el mundo, gracias a la colaboración de la CICIG, al fin se enfrentaba en serio la corrupción.

Con el tiempo, a la primavera le llegaría pronto su invierno. Cuando las investigaciones de corrupción electoral tocaron al hermano e hijo del presidente Jimmy Morales y los casos se utilizaron como herramienta política en el contexto de campañas electorales, el trabajo de la CICIG empezó a ser cuestionado. La historia terminaría con la suspensión de las visas de los integrantes de la CICIG, el fin de la prórroga de sus labores y el señalamiento del gobierno de Guatemala de constituir un riesgo para la soberanía nacional. No en balde, el recién electo presidente Alejandro Giammattei, hizo de la oposición a la CICIG, una bandera de campaña.

Tras 12 años de trabajo, más de 1,540 personas fueron acusadas y 660 han sido procesadas. Cerca de 70 estructuras criminales fueron identificadas e investigadas. Las cárceles se llenaron de políticos y criminales. Y sin embargo, la corrupción está lejos de haber terminado. Y lo peor es que ante la falta de un esquema de profesionalización, autonomía y eficiencia en las instancias de justicia, la falta de capacidades vuelve a ser el lado más vulnerable.

El caso Guatemala arroja luces y sombras sobre cómo hacer frente a uno de los problemas públicos más importantes de la región latinoamericana. Sin duda, una buena parte depende de evitar el derrumbe de nuestras ya de por sí débiles instituciones.

Coordinadora de la Red por la Rendición
de Cuentas

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