La decisión del gobierno mexicano de inconformarse con la exclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua de la próxima novena Cumbre de Las Américas a celebrarse en Estados Unidos, tiene motivos de fondo.

La confrontación entre los gobiernos de Cuba y Washington ha sido sistemática, abierta y encubierta; ha implicado lo mismo el embargo comercial que el sabotaje, el espionaje y contraespionaje, el choque en terceros países -Angola o Nicaragua-, ha implicado intentos de invasión y magnicidio (los puros envenenados para Fidel) e incluso llegó a poner al mundo al borde de un conflicto nuclear durante la “crisis de los misiles” de 1962. En fin, que la lista es larga y el choque se prolonga ya por 61 años.

Lo sorprendente no es la persistencia de esa política sino su resultado. Pese a la enorme desigualdad entre las partes no hay signos de que el conflicto se decida vía la imposición del fuerte sobre el débil.

En la práctica esa política está agotada. La salida sensata para los protagonistas y su entorno es la negociación. Sin embargo, aunque se ha intentado convenir al punto que en 2015 fue posible la reapertura de las embajadas en Washington y la Habana , pero el proceso no concluyó con la suspensión del embargo norteamericano. Todo indica que en parte este largo choque Washington-La Habana no se resuelve porque es un remanente de otro conflicto mayor también inacabado: la Guerra Fría.

La historia muestra que hay guerras intermitentes y casi interminables. Caso notable es “La Guerra de los Cien Años” entre Inglaterra y Francia (1337-1453) ocasionada por el conflicto de intereses en torno a los derechos al trono de Francia. La Guerra Fría de nuestra época ya entra en la categoría de las guerras intermitentes y prolongadas. El origen de este conflicto se puede fijar en 1947, es decir, ya lleva 75 años. Los optimistas creyeron que la pugna URSS-Estados Unidos había llegado a su fin con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la posterior disolución de la Unión Soviética. Pero los casos de Cuba y de Ucrania permiten suponer que los rescoldos del choque original Este-Oeste se mantienen muy vivos y que hoy la tensión OTAN-Rusia, que va en aumento, puede volver a revivir el incendio.

Es verdad que el conflicto entre los gobiernos de Washington y La Habana ha disminuido en intensidad y que la presidencia de Barack Obama en Estados Unidos permitió albergar la esperanza de una solución definitiva. Pero la administración de Donald Trump en su búsqueda del voto conservador no tuvo ningún empacho en dar marcha atrás en los procesos de normalización de las relaciones de su país con Cuba e Irán. A México no le conviene este retroceso en la superación de las desgastantes tensiones entre la gran potencia vecina y países de nuestro entorno inmediato. Más allá del gesto simbólico de hacerse representar por su canciller y no por su presidente en la próxima Cumbre de las Américas convocada por Estados Unidos, es poco más lo que México puede hacer para reencauzar la relación de sus dos vecinos por el camino que había empezado a trazar el presidente Obama. No obstante, es peor dejar pasar la oportunidad de insistir en manifestar una posición al respecto.

El gobierno de Washington fundamenta su hostilidad hacia el régimen de la Revolución Cubana con la justificación de que su régimen no es democrático. Sin embargo, es fácil rebatir el punto pues en un buen número de ocasiones la Casa Blanca no sólo ha aceptado relaciones de cooperación en nuestro continente con gobiernos y regímenes no democráticos, sino que incluso los propició: ejemplos obvios y producto de la Guerra Fría fueron los golpes contra Jacobo Árbenz o Salvador Allende en Guatemala y Chile.

En suma, aunque el peso de las acciones simbólicas mexicanas en el duro juego de la política internacional del poder no puede ser decisivo, al menos puede y debe ser congruente con sus principios e intereses históricos.

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