Es de suponerse que desde el momento en que los Homo sapiens lograron dar forma a sociedades complejas también surgió la necesidad de justificar el poder y privilegios de unos —los menos— y la obediencia de otros —los más—. Como en otros temas de naturaleza ética y práctica igualmente complejos, los teóricos de la antigüedad clásica recurrieron a la racionalidad para explicar la naturaleza del poder político y, sobre todo, para imaginar un modelo de dirigente político perfecto para una polis perfecta. Y en este campo, Platón llevó bastante lejos su propuesta: el “rey filósofo”.

Para ser aceptado como rey el personaje debía distinguirse como filósofo y por ende no podía ambicionar el mando. La contradicción entre la propuesta platónica y la realidad histórica es notable.

Platón tuvo como punto de partida este supuesto: la búsqueda del conocimiento es el mejor camino hacia la virtud y la felicidad pues no hay actividad ni empresa más digna del ser humano que el “amor por la sabiduría”. Por tanto, un filósofo cabal es quien debería ser responsable de ese elemento tan peligroso que es el poder político. Sin embargo, como la política es una actividad menos digna que el empeño por ampliar el conocimiento y llegar a la verdad, sería necesario obligar al filósofo a ser rey pues su interés no podría ser el ejercicio del poder sino el mantenerse sumergido en la tarea sin fin de investigar los secretos del mundo. Sólo la conciencia de una responsabilidad moral —el bienestar de sus conciudadanos— podría hacer soportable a un auténtico sabio el sacrificar su “amor por la sabiduría” en aras de administrar una polis. Es verdad que por un tiempo un filósofo clásico —Aristóteles— fue tutor de quien sería el gran conquistador de la antigüedad, Alejandro Magno, pero el resultado de esa relación no fue precisamente el esperado por Platón.

La experiencia histórica muestra que sólo en circunstancias realmente extraordinarias se ha podido obligar a alguien a asumir con éxito el papel de dirigente de una comunidad —entre nosotros eso sólo sucede en algunos municipios notables por su pobreza y aislamiento— la regla es lo contrario: la eterna lucha por “el privilegio de mandar”.

Los griegos tenían buenas razones para subrayar la importancia de una educación de excelencia para los gobernantes —dominar las matemáticas, la dialéctica, etc.— pero la sobrevaluaron. Y así lo prueba nuestra propia experiencia. El expresidente Carlos Salinas, por ejemplo, hizo sus estudios preuniversitarios en buenas instituciones de la Ciudad de México, obtuvo una licenciatura en economía en la UNAM y luego dos maestrías y un doctorado en economía política y gobierno en Harvard. Pero finalmente su elección como presidente quedó desde el inicio bajo sospecha de fraude y su desempeño como presidente ni de lejos correspondió a la calidad que los clásicos suponían propia del poseedor de tan esmerada —y cara— educación.

En contraste está el caso del general Lázaro Cárdenas. Sus estudios formales los hizo en su natal Jiquilpan —5 mil habitantes— y sólo pudo cursar hasta el cuarto año de primaria pues a los 14 años y tras la muerte de su padre empezó a trabajar como “meritorio” en la oficina de rentas local con un sueldo de 15 pesos mensuales. La Revolución Mexicana, más su carácter y la buena fortuna le abrieron a Cárdenas un camino antes inexistente y a los 33 años era ya general de división y, a los 39, presidente. A falta de mayor educación formal Cárdenas tuvo algo mucho más importante: empatía con los mexicanos comunes de su tiempo. En la práctica el cardenismo significó poner a los pobres primero. Pese a no ser “gente de mundo” Cárdenas sorteo con notable éxito los peligros de un entorno internacional embravecido por el derrumbe del orden internacional y finalmente no permitieron que la corrupción que ya caracterizaba a la élite de la postrevolución lo envolviera.

Y retornando a Platón, al rey filósofo, al contraste Salinas-Cárdenas y al realismo político, es claro que la sabiduría que caracteriza a los buenos gobernantes no proviene necesariamente de la excelencia de su educación formal sino de otra fuente más importante: de su carácter, de su temple forjado en coyunturas críticas. Finalmente, proviene también de su empatía cognitiva, de voluntad y capacidad para colocarse afectiva y efectivamente en el lugar de la mayoría de aquellos sobre los que ejerce su poder.

En suma, que a Platón se le puede responder aquello que “Lo que natura no da, Salamanca (o Harvard) no presta” aunque se le pague con oro. Y en la democracia actual la responsabilidad del ciudadano es elegir y apoyar a quién, de entre el puñado de posibles ocupantes al puesto de mayor jerarquía política de la comunidad, realmente haya dado ya indicios de poseer tanto elementos de la sabiduría como del carácter que desde la antigüedad se asociaron con el modelo ideal de gobernante.

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