Hace unas horas, tras días y días discutiendo acerca de distintas especies marinas y sus respectivas cuotas, se anunció que el Reino Unido y la Unión Europea (UE) finalmente llegaron al acuerdo que regirá su relación a partir del 1 de enero de 2021, cuando termina el periodo de transición. Es un gran logro de los negociadores, que han encontrado la cuadratura de varios círculos, y seguramente así lo presentarán a sus respectivas audiencias. Es un alivio para innumerables empresas de ambos lados que temían encontrarse con la incertidumbre de no saber qué reglas seguir en sus intercambios a partir de la semana próxima. Los costos de no tener un acuerdo eran elevadísimos para ambas partes, aunque más para el Reino Unido por la asimetría de la relación. Pero ojo: aún con acuerdo, se calcula que el Reino Unido perderá entre el 4% y el 6% del PIB a lo largo de los próximos 15 años, peor que el costo del Covid-19, decía esta mañana en la BBC el Profesor Anand Menon.

En ese sentido, no deja de ser un acuerdo peculiar: ha limitado los daños de lo que no deja de ser un costosísimo divorcio. Para empezar, se trata de una negociación comercial que, en lugar de liberar el comercio, tiene por objetivo restringirlo. La gran noticia es que no se impondrán aranceles ni cuotas en los intercambios, con lo cual, el Reino Unido queda todavía muy vinculado al Mercado Único. Sin embargo, ahora tendrán que hacerse trámites aduaneros y de inspección en las fronteras que, sin duda, aumentarán los costos de transacción para todos en tiempo y papeleo.

Otro rasgo interesante es que, lejos de dejar el próximo régimen establecido, lo que se ha definido es la modalidad de innumerables negociaciones futuras. Por ejemplo, el acuerdo dice poco acerca de los servicios, componente esencial de la economía británica y de sus exportaciones a la UE. En esta área, la propia UE no ha logrado una integración plena y presenta un mercado fragmentado, pero por lo menos, tiene un sistema estable que no se va a reproducir a cabalidad con el Reino Unido. El acuerdo estipula que se irá viendo caso por caso, país por país. En el asunto del alineamiento regulatorio (level playing field), el Reino Unido gana algo que revestía una importancia simbólica considerable: no tener que sujetarse a la jurisdicción de la Corte Europea de Justicia ni seguir las reglas de la UE. Pero el precio a pagar por esta autonomía es que las empresas británicas ya no pueden asumir que la aprobación de sus productos por los reguladores de su país será aceptada automáticamente en la UE; será caso por caso. En el sector de la pesca, se ha decidido crear un periodo de transición de 6 años para que los europeos puedan seguir faenando en aguas británicas como hasta ahora, pero estas ya son muy soberanas y en 5 años tendrán que volver a negociarse los términos y condiciones. Así pues, hacia adelante, queda mucho por aclarar y el jaloneo continuará por años, aunque ya no estará en juego la relación completa entre las partes.

Una tercera peculiaridad es que se trata de un acuerdo que va mucho más allá de los aspectos económicos y comerciales, derivados de la enorme cantidad de políticas en común a las que pertenecía el Reino Unido cuando era miembro de la UE, por ejemplo, la manera en que las autoridades de los países comparten información sobre crimen organizado y terrorismo, tema fundamental de seguridad interna para todos. En esta canasta cabe también la movilidad de personas: los ciudadanos de ambas partes pierden la libertad de ir a vivir y trabajar sin necesidad de visas ni permisos en el territorio del otro. Los británicos recuperan así el control de su política migratoria, una de las razones más potentes detrás del voto pro-Brexit en 2016. El costo será que ya no podrán retirarse en las costas del sur de España y Francia sin realizar todo tipo de trámites que antes se ahorraban.

Y está el asunto, nada menor, de Irlanda del Norte, que ha quedado dentro del Mercado Único, para evitar el restablecimiento de la problemática frontera con la República de Irlanda, lo cual hubiera puesto en entredicho el acuerdo de paz de Viernes Santo de 1998. Esto equivale, de facto, a la unificación económica de la isla de Irlanda y va a requerir que se instalen puestos de inspección aduaneros dentro del propio Reino Unido, entre Gran Bretaña e Irlanda. Aquí, lejos de “recuperar el control”, Londres ha aceptado una hendidura importante en su integridad territorial, con repercusiones de largo plazo que apenas imaginamos.

El acuerdo empezará a aplicarse de manera provisional a partir del 1 de enero, puesto que que los parlamentos británico y europeo, así como los 27 estados miembros de la UE ya no tienen tiempo de estudiar con detenimiento las más de 2,000 páginas del texto del acuerdo. Esperemos que las ratificaciones ocurran ya sin sobresaltos, aunque con esto del Brexit, nunca se sabe.

Profesora Investigadora de la División de Estudios Internacionales del CIDE

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