Entre las mujeres mexicanas hay distintos planos de desigualdad. Uno de ellos es el que se da entre las que habitamos en las urbes y las que viven en el medio rural. El paro de mañana lunes, aunque es una convocatoria para todas, va a encontrar una respuesta diferenciada porque aun en el derecho a manifestarse se hacen presentes las diferencias.

Existen colectivos de mujeres indígenas muy bien organizados que han estado en la lucha feminista desde hace ya algunas décadas, pero al mismo tiempo, existen otras mujeres que por el aislamiento en el que viven o por vivir al día, no les será posible hacer una pausa en sus actividades y mostrar, también ellas, el valor de su ausencia, así que tendrán que ir temprano, como todos los días al inicio de la jornada, por la leña o a acarrear el agua necesaria para preparar los alimentos.

El conocimiento de los derechos y la posibilidad de su ejercicio depende, en el caso de las mujeres del medio rural, de la cercanía o lejanía de un centro de población ya que eso marca la cantidad y el nivel de información que pueden recibir y procesar.

Si la violencia hacia las mujeres es uno de los puntos a resaltar el 9 de marzo, tenemos que tener claro que, si en general, no hay cifras confiables de la violencia en el medio urbano, menos aún para el medio rural, más aún si la propia comunidad no lo identifica como violencia y lo hace caber en el amplísimo concepto de “usos y costumbres”.

En el medio rural es más común que no se cuestione la subordinación de la mujer y que se vivan como normales los golpes y los abusos a las mujeres y a las niñas. Tampoco se ve como violencia un matrimonio adolescente o el que se pacta entre personas mayores de edad pero sin el consentimiento de la mujer. La vida en el campo transcurre aparentemente sin sobresaltos porque no se cuestiona el status quo. Si alguien lo intenta, es expulsada de la comunidad o se genera alrededor de ella y su familia un ambiente tan hostil que termina también mandándolas fuera. Hay mujeres, sin embargo, que se han armado de valor —con esfuerzos individuales o colectivos— y logrado romper el círculo de violencia. Algunas se han convertido en líderes y agentes de cambio fuera del lugar que dejaron, pero con incidencia en su comunidad. Otras terminan desarraigándose.

Las mujeres del medio rural se ven a sí mismas en desventaja frente a las mujeres urbanas y no siempre han tomado consciencia (ambas) de los problemas que son comunes por vivir bajo el mismo sistema patriarcal.

Movimientos como el del 9 de marzo, que están dando pie a tantas reflexiones, pueden ayudar a identificar lo que se comparte y los procesos de transformación del entorno. El caso de las mujeres zapatistas es excepcional porque con ellas hay un trabajo específico de empoderamiento que lleva ya décadas. Estas mujeres, en su mayoría tojolabales, pueden ya exportar modelos de organización producto de la ruptura que las ha llevado a condiciones de mayor igualdad. Ellas tienen palabra, en otras comunidades todavía no. Poder expresarse, tener voz en el interior de sus comunidades y en los hogares en plano de igualdad ha sido un avance monumental.

Las mujeres indígenas y, en general, las del medio rural, también tienen miedo. No sólo temen al marido golpeador sino a las condiciones hostiles del entorno. También ellas han desaparecido sin que se hayan encontrado sus cuerpos o han quedado expuestas entre matorrales o al pie del camino. Ellas también han sido víctimas de la guerra contra el narco.

Este marzo mexicano está potenciando la voz de todas las mujeres en el mosaico pluricultural que somos. La voz de las mujeres del campo es esencial. El coro monumental que se está formando no está completo sin ellas. En voz de la gran tucumana, necesitamos todas las voces, todas.

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