La semana pasada, el presidente de México aclaró varias cosas. Confirmó que cree estar por encima de la ley. Su autoridad, dijo en la conferencia matutina, está por encima de cualquier consideración legal. Habría que suponer que, por su “autoridad”, el presidente se refiere a sus decisiones. Valdría la pena preguntarle hasta dónde alcanza ese cheque en blanco de impunidad que se ha expedido. Por ejemplo: ¿le permite cometer faltas administrativas? ¿El presidente infalible puede incurrir en conducta criminal?

El presidente también confirmó su guerra en contra de todo aquel periodista que considere un “mercenario”. Esa guerra, dijo el presidente, puede incluir la revelación de cuánto dato personal se le antoje a él, a su círculo cercano o a los sicofantes que trabajan para él en los medios públicos. Puede ser el teléfono celular de la corresponsal de The New York Times, la supuesta información financiera de Carlos Loret o el supuesto sueldo de Jorge Ramos. El sábado, en un fallido ejercicio aritmético que terminó siendo hilarante, también pensó que revelaba mi propio salario.

El presidente confirmó varias otras conductas alarmantes, como su intromisión en la libre actuación de la Suprema Corte a través de quien fuera presidente del Tribunal Supremo, Arturo Zaldívar. Aparentemente, la “autoridad moral” de López Obrador también está por encima de la división de poderes. Esta serie de confirmaciones del presidente sirven para delinear más, por si faltara, su perfil autoritario. Vendrán más desplantes, pero el hecho ineludible es que, muy a su pesar, López Obrador ya se va. No hay vuelta atrás y su legado en términos democráticos y republicanos – penoso, a final de cuentas– se vislumbra ya y será sellado por la historia. Las revelaciones presidenciales solo tienen importancia verdadera como examen para su candidata. Claudia Sheinbaum ha adoptado sin chistar prácticamente todas las propuestas que emanan de López Obrador. La agenda del presidente es la suya. Ella misma ha explicado que su gobierno establecerá la continuidad de un proyecto. Cuando ha podido, Sheinbaum también ha hecho suyas las batallas presidenciales. Los agravios de López Obrador parecen ser también los de Claudia Sheinbaum.

Dadas las similitudes asumidas por la propia candidata, habrá que preguntarle hasta qué grado se parece a su mentor. ¿Ella también cree tener esa “autoridad moral” de la que presume el presidente? ¿También su “autoridad moral” deberá ser considerada superior a la ley? ¿Reemplazaría la voluntad de una presidenta Sheinbaum las leyes mexicanas? ¿Qué ocurriría con la separación de poderes? ¿También buscará una presidenta Sheinbaum manipular a su antojo la Suprema Corte? De no ser así, ¿hasta dónde llega su distancia con lo que hemos visto de Andrés Manuel López Obrador? Si cree que el presidente se equivoca o exagera, ¿cuándo estará dispuesta a decirlo? Y si no lo dice, y en cambio prefiere seguir adoptando agenda y diatribas, ¿por qué el electorado tendría que creer que una presidencia de Sheinbaum sería distinta, en estas formas autoritarias inadmisibles, a lo que hemos visto en Palacio Nacional?

López Obrador ya se va. La “no reelección” será (esperemos) el único valladar que lo detenga. Su heredera, su hija política, pretende heredar el mando. Tiene muchas preguntas que responder. Es el momento.

@LeonKrauze

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