Vi Oppenheimer, la nueva película de Christopher Nolan sobre Robert Oppenheimer, el científico detrás del descubrimiento de la bomba atómica. La película trasciende el interés meramente biográfico y lo primero que hay que hacer es recomendarla ampliamente. Es una obra de arte audiovisual, como acostumbra Nolan. Pero también es una llamada de atención que llega desde el pasado sobre los peligros de la cerrazón, la soberbia y la terquedad humana.

Para Oppenheimer, la búsqueda de la bomba era un asunto de vida o muerte, la muerte siendo la posibilidad de que la Alemania Nazi consiguiera la tecnología antes que Estados Unidos y los aliados. Pero después de ver los estragos aterradores de las dos bombas detonadas en Japón, Oppenheimer trató de prevenir una carrera armamentista que derivara, en sus peores pesadillas, en la aniquilación del planeta. Lo que ocurrió cuando trató de encender las alarmas sigue siendo una lección inaplazable.

Gracias a la locura de Vladimir Putin, el mundo ha vuelto a enfrentar el terror de un apocalipsis nuclear. Quienes nacimos en los setenta lo recordamos como algo presente. Ninguna película me aterró más en la infancia que aquella crónica del horror llamada “El Día Después”. Recuerdo haber participado siendo muy chico en una marcha contra la proliferación nuclear de la mano de mis padres, en Inglaterra. El miedo a la bomba estaba presente. Con el tiempo, se diluyó.

Pero ahora está de regreso

Sin embargo, el temor a una tercera guerra mundial en realidad oscurece el paralelo verdadero que ofrece Oppenheimer con nuestro tiempo: nuestra displicencia criminal ante el cambio climático.

Si el temor de Oppenheimer con las armas nucleares era que la ambición, la ira y la terquedad terminaran imperando y el mundo se destruyera a sí mismo, lo que nos ocurre con el calentamiento global no es muy distinto. La evidencia no es clara. La ola de calor de este verano es la más severa desde que se lleva un registro de las temperaturas globales. La temperatura de los océanos amenaza el vasto ecosistema marino. La lista es larga, y estamos jugando con fuego.

Podrá tomar más tiempo que la incineración en cuestión de horas que temía Oppenheimer, pero el apocalipsis que nos presenta el calentamiento de nuestro planeta no es menos implacable. El costo de proteger a millones y millones de seres humanos del calor sofocante ya es altísimo. Si permitimos que zonas enteras del planeta se vuelvan inhabitables, el éxodo masivo hacia regiones más templadas, donde sea posible sobrevivir, nos llevará a un punto de ebullición política, social y, posiblemente, militar. El mundo no está preparado para la migración climática. ¿Quién podrá detener a millones que huyen de un calor que quema la piel y los pulmones?

Si Oppenheimer temió haberse convertido en el “destructor de los mundos”, citando al Bhagavad Gita, lo cierto es que en este tiempo todos estaríamos obligados a esa misma reflexión autocrítica. ¿Qué hacemos todos los días para no destruir el mundo? Por supuesto, los gobiernos del planeta deberían ser los primeros en tener que mirarse al espejo. Para nuestra desgracia colectiva, lo que impera no es la ciencia ni la razón, sino la ambición y el ejercicio criminal de la terquedad.

Mientras discutimos nimiedades, se nos acaban el tiempo. Parece que no, pero se acaba. Algún día quedará completamente claro… y será demasiado tarde.

Todos seremos Oppenheimer, mirando Hiroshima y Nagasaki.

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