Los ojos de un niño siempre serán el visor más fantástico y esperanzador. Resulta extraordinaria la forma en que una mentecilla tan joven y aparentemente sencilla construye tanto con tan poco; toman la fantasía y su realidad para crear espacios únicos , dimensiones paralelas a la nuestra.

Su siempre cambiante, pero adaptable conducta, les ayuda a resolverlo todo con ingenio, llenan el tiempo de juego y aprenden con facilidad, hasta nos enseñan de forma natural .

Pero, como todo lo que es profundamente bello, la infancia es fugaz y muy frágil, y aunque los niños parecen protegidos por esa maravillosa adaptabilidad, absolutamente todo lo que sucede a su alrededor repercute en su formación, y su formación será la que definirá el futuro de su alrededor. Basta echar un ojo al acontecer del país para preguntarnos qué será de los adultos del futuro . Ellos son los niños a los que les ha tocado permanecer casi dos años en casa y lidiar con lo que hay ahí, que no siempre se trata de una familia y tampoco la seguridad que la definición de ésta supone.

También son ellos los que, de camino a casa o la escuela, van sorteando las terroríficas escenas de muerte y violencia que deja el crimen a cualquier hora, y en muchísimos casos, han tenido que vivir en primera persona la desgracia de la pérdida. No hay estatus social o económico que proteja a un niño de un país violento y profundamente injusto. Sí, la injusticia también afecta a los más privilegiados, hasta ellos tendrán que enfrentar las consecuencias de un sistema que poco les exige y mucho les perdona.

Es muy fácil clasificarlos como niños pobres o ricos y suponer que nacer en el caos de la sala de espera de un hospital público , en medio de la sierra, o en la mejor cama de un hospital privado, los hace diferentes, y sin más remedio define futuros apartados; la hiriente verdad es que el poco interés de la autoridad por garantizar los derechos de los niños con la urgencia y prioridad que requiere, sumado al discurso polarizador, no sólo agudizan la brecha, también generan resentimiento que nos aleja de la urgente empatía.

El 21 de septiembre de 1990, nuestro país ratificó la Convención de los Derechos de los Niños, un compromiso de esfuerzo para mejorar las condiciones de los menores. Se avanzó notablemente en la reducción de muerte infantil, mejoramiento del sistema de vacunación, cobertura de educación primaria y en el combate a la desnutrición. En 2014, la aprobación de la Ley General de los Derechos de Niñas Niños y Adolescentes (LGDNNA) , y en 2015 la creación del SIPINNA, Sistema Nacional de Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes, nos hacían imaginar un importante avance en la protección de los derechos de cerca de 40 millones de menores; sin embargo, 51% vive en pobreza y es esa condición la que pone en riesgo la garantía de sus derechos.

La continuidad de los programas que arrojan buenos resultados siempre se ha visto arrollada por la ambición política , pues son programas convertidos en herramientas al servicio del interés político del gobierno en turno, que los modifica, castiga presupuestalmente o elimina según convenga.

Son muchas las sombras que acosan a la integridad de un niño en México: pobreza, obesidad, violencia y todas las formas de abuso, pero la más preocupante es la indiferencia. Los temas que deberían encabezar la agenda pública parecen absolutamente excluidos, vetados de toda oportunidad de aparecer en la pantalla de proyección del espectáculo presidencial mañanero. Ahí sólo se presentan chistes, ataques, caprichos, canciones y ocurrencias, todas en cámara lenta y listas para que periodistas, analistas, adversarios y aficionados estudien y debatan letra por letra su valiosísimo contenido. ¿Que los niños necesitan qué? Esperemos que llegue el 30 de abril para disfrutar de la proyección de un video de Cepillín, o del análisis de la fotografía del Presidente cuando era niño.

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