Los muertos eran migrantes. Los culpables, guardias de seguridad; trabajadores con ingresos quincenales promedio de 3 mil 500 pesos, sin seguridad social, sin capacitación, sin protocolos, sin salvación ante el inminente infortunio. La desgraciada miseria no puede curarse de ser desgraciada.

Una escena de muerte y ruindad de dimensiones históricas no será suficiente para salvarnos de esta alienación, hemos drenado hasta la última gota de sensibilidad, vamos por la vida con las entrañas secas y livianas como hojarasca. La maledicencia y simulación son nuestra forma de gobierno, juramos lealtad al ascetismo delirando por el poder y riqueza, para todos los días en acto de contrición convencernos de ser humanistas, pueblo bueno y progresista que siembra vida.

La velocidad con la que nos acercamos al caos nos ha nublado las capacidades; la sangre, la putrefacción y el fuego de la desgobernanza ya no son escenas que nos sorprendan.

Si 39 perros encerrados solo por ser perros, hubieran muerto producto del fuego, entonces hoy estaríamos unidos en la indignación,pero si hubieran sido 39 leones, cámaras de todo el mundo arribarían al país donde se atenta contra la vida animal, si hubieran muerto encerrados 39 estadounidenses, tal vez y sólo entonces se hubiera modificado el guión del predicador de la mañana, tal vez pasaría de ser “algo muy triste” a la más trágica de las escenas de multihomicidio, nuestro país no tendría con qué pagar la vida de 39 hijos de George Washington, entregaríamos a la Guardia Nacional y Ejército Mexicano al servicio de la seguridad fronteriza a perpetuidad y no nos alcanzaría.

Desbordamos embajadas con víveres y ropa cuando sabemos que hermanos en lejanas naciones están en desgracia, pero no soportamos ver a centroamericanos cruzar por nuestra casa; sin conocer la naturaleza de nuestro impulso, despreciamos nuestra hermandad de tierra y ponemos las voluntades en dolores más lejanos, más sublimes.

El migrante latinoamericano está solo en el mundo, a él sólo lo abraza el hambre, y en casa una madre con la misma suerte de flagelo mantiene la veladora encendida, apenas iluminando a un santo de desdibujada aureola, desgastado ya por su lucha diaria contra la muerte. Esa es la única luz en los pasos del indocumentado, la única protección del migrante latinoamericano.

La invisibilidad sería el gran superpoder que les permitiría enfrentar solos el muro que los aleja de sus sueños, pero en México, su desesperación es oportunidad para funcionarios delincuentes y usureros.

El 9 de diciembre de 2021 tampoco fue trágica la muerte de 56 indocumentados, se trató de niños, señoras, hombres que viajaban en un tráiler que volcó en Chiapas; el 27 de junio del año pasado fueron más de 50 los cuerpos encontrados en la caja de un tráiler en Texas y al menos 27 eran mexicanos; aquel día, como el pasado lunes en Ciudad Juárez, los viajeros enfrentaron los peligros inherentes a la migración —de acuerdo a la declaración emitida por Ken Salazar, embajador de Estados Unidos en México.

En esta ocasión, la muerte de 39 migrantes bajo resguardo de las autoridades federales no está a tono con las necesidades de aquel opositor humanista y luchador social, el que nos mantiene exigiendo justicia por los 43 muertos de Ayotzinapa, esta vez será legítima y santa la “verdad histórica” con la que cierren la investigación del caso. La desgraciada miseria no puede curarse de ser desgraciada.

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