Poeta y ensayista, Charles Simic emigró en 1954, a los 16 años, a los Estados Unidos. Sin poder ni querer escapar del todo al influjo de la emigración serbia, observó las masacres que llevaron a la disolución de Yugoslavia. En 2007, escribió un portentoso ensayo sobre aquella catástrofe humanitaria, acicateada por nacionalismos extremos.

“El renegado” (en El flautista en el pozo. Ensayos escogidos. Selección, traducción y prólogo de Rafael Vargas. Cal y Arena. 2011), es una reflexión sobre cómo el sentido de pertenencia a un grupo étnico puede hacer perder la más elemental consideración hacia aquellos que no son parte del mismo. La alarma se prendió temprano. Recuerda a su abuela muerta en 1948, “la primera persona que me habló acerca del mal en el mundo”. “La pobre mujer era mucho más sensata que la mayoría de la gente. Escuchaba a Mussolini, a Hitler, a Stalin y a otros lunáticos en la radio y… comprendía las imbecilidades que decían. Lo que la irritaba aún más que sus viles palabras era su entusiasta corte de seguidores”. Fue para Simic una lección: “Hay que cuidarse de los supuestos grandes líderes y las euforias colectivas que despiertan”. Esa euforia hermana y vuelve insensibles a las necesidades de los otros.

Simic viajó a Belgrado en 1972 y 1982. Estancias breves que le dejaron la impresión de “que Yugoslavia era un país pujante y que era muy improbable que se desmoronara después de la muerte de Tito”. Escuchó de algunos incidentes étnicos, pero parecía que en lo fundamental se había logrado una convivencia pacífica. “Yo no tenía problema alguno con el nacionalismo cultural, pero aborrecía el tipo de nacionalismo que exige una solidaridad incondicional con prejuicios, autoengaños y paranoias colectivas”.

Empezó a escuchar el run run “del ascenso de un nuevo líder, de un salvador nacional, llamado Slobodan Milosevic”. Se interesó, “y luego de más de cuarenta años en Estados Unidos volví a convertirme en un serbio —o como muchos dirían, en un mal serbio”. Amigos empezaron a decirle que ya no querían vivir con croatas o bosnios y que había que reconstruir a Serbia. “Cuando señalé que era imposible conseguir eso sin un derramamiento de sangre se molestaron mucho conmigo puesto que ellos eran gente decente que reprobaba la violencia”.

“¿Cómo van a separarse si todos están mezclados?, les preguntaba”. Simic valoraba la mezcla, no veía beneficio alguno en fomentar la segregación. Y luego de las sanguinarias guerras escribió: “Era un ingenuo. No me percataba del inmenso prestigio que la brutalidad y la inhumanidad tienen entre los nacionalistas. Tampoco lograba captar hasta qué grado son impermeables a la razón”.

“Complacidos en su etnocentrismo, seguros de su propia superioridad, indiferentes a las preocupaciones culturales, religiosas y políticas de sus vecinos, todo lo que necesitaban en 1990 era un líder que los llevara al desastre”. Muertos, mutilados, destrucción y rencores. La política del odio prosperó. La ceguera produjo insensibilidad hacia los otros y permisividad ante los intentos de exterminio. No sólo los serbios cometieron actos abominables. Pero Simic escribió: “nuestra obligación es tratar primero con los criminales que forman parte de nuestra propia familia”.

Y haber advertido en su momento no resultó ningún consuelo. “Lo peor es tener razón respecto a nuestra propia gente, pues eso nunca se perdona. ¡Mejor equivocarse cien veces! Lo explicarán después diciendo que uno amaba demasiado a su pueblo”.

Profesor de la UNAM

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