Para Rocío, Diego y Max

La última vez que hablé con él fue por teléfono. Yo estaba fuera del país y me marcó para consultarme, como lo hacía siempre, si estaba de acuerdo con una serie de ajustes que me proponía para un artículo que aparecería en El Cultural, el suplemento que dirigía. Le dije que no podía revisarlos, pero que confiaba mucho más en él y su criterio que en mí y el mío. No era una frase retórica o amigable. Roberto Diego Ortega era un editor dedicado, conocedor, puntilloso y respetuoso. Amable y claro. Sabía lo que quería, apuntaba con certeza sus sugerencias nunca caprichosas y era educado al señalar omisiones, dislates o incongruencias de los textos con los que trabajaba.

No era faccioso ni dogmático, lo que le permitió tender puentes con escritores de muy diversas sensibilidades y orientaciones políticas (si las tenían). Y en una época sobrecargada de alineamientos impermeables a los otros y de cenáculos que creen ser los poseedores indiscutibles de la verdad, Roberto era una pasarela eficiente hacia la diversidad cultural. Tenía, además, algo absolutamente necesario en un auténtico editor: un sentido estético en la presentación de los materiales. Las portadas e interiores debían ser armónicos, sugerentes, gratos a la vista. En mi caso, nunca faltaron solicitudes para extender o recortar un texto de tal suerte que su exposición cuadrara con las páginas y las ilustraciones. Al inicio, eso no me agradaba. Pero, sin duda, Roberto Diego tenía razón.

Hombre serio, parco al hablar, de voz grave, cavernosa, irradiaba una serenidad (creo) fruto del conocimiento desencantado de hombres y situaciones. Ajeno a los aspavientos y excesos oratorios, prefería escuchar para de cuando en cuando deslizar un comentario mordaz. Resultaba gozoso compartir con él “el pan y la sal”, y sobre todo no pocos tragos. Dirigió las revistas Su otro yo y Diva, que conjugaban fotos de guapas mujeres en cueros y muy buenos artículos de escritores y cronistas. Algunos de manera socarrona decían que querían ser nuestro Playboy. Quizá no estaban del todo equivocados, pero la calidad de los textos era innegable… y el atractivo de las imágenes también. Luego dirigió Viva y me invitó a escribir una columna mensual. Me divertí haciendo un “caleidoscopio” caprichoso. Por desgracia, si mal no recuerdo, tuvo que cerrar por problemas financieros. Son remembranzas de los lejanos y borrosos años ochenta.

Roberto Diego fue poeta. No soy un buen lector de poesía. Su obra es corta pero valiosa. Tengo en mis manos su libro Nacer a cada instante (Cal y Arena, 1994). En él, intenta “mirar de nuevo” mucho de lo que aparece a su alrededor, tanto lo visible como lo invisible. Y lo hace como un “testigo” sin “certezas”. Una aproximación asombrada a los sueños, los deseos, el placer, las evocaciones y el amor, que busca en el lenguaje las claves para descifrarlos. No hay en él seguridades, más bien dudas, oscilaciones recurrentes entre rupturas y permanencias, entre hastíos y apetitos, entre las ilusiones y eso que llamamos realidad. Reproduzco, quizá como una invitación a su lectura y seguro porque me gusta, su mirada leve y dulce y de una honda sensualidad: “Acuerdos y presencias: / la sobremesa de una tarde al aire libre, / sus besos teñidos levemente por el vino, / el talle adivinado al tacto de la blusa, / la delicia latente en la piel, / las iluminaciones en vilo del placer…”. (“Calendario”).

Te extrañaremos querido Roberto. Y mucho.

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