¿Los valores de la democracia y de la ilustración son armónicos, compatibles, se retroalimentan o, por el contrario, se encuentran en tensión e incluso chocan entre sí? Es una pregunta pertinente en estos tiempos. Paso a responder desde el inicio y luego trataré de explicarme: pueden fortalecerse mutuamente o por el contrario entrar en colisión.

No todos los valores son armónicos entre sí. Por el contrario, existen contradicciones entre ellos. De tal suerte que la necesidad de conjugarlos surge de su propia naturaleza y explica parte de la dificultad de la vida en común. Fue a Isaiah Berlin a quien leí por primera vez esa anotación que parece obvia, pero no lo es.

Si mal no recuerdo, Berlin ejemplificaba con los dos grandes valores de la modernidad: igualdad y libertad. A nombre de la primera se habían coartado las segundas construyendo Estados policiacos. Y, ejemplificaba, cómo la dilatación sin frenos de la segunda, le recordaba la libertad que el zorro tiene para comerse a las gallinas. El reto -decía- es conjugar esos valores para edificar sociedades habitables.

Los ejemplos pueden multiplicarse. No hay valores absolutos y ninguno debe subordinar completamente al resto. La tolerancia -sin duda un valor- se puede convertir en un antivalor, si se contemporiza con políticas que fomenten el odio o la exclusión hacia determinados grupos humanos. Planeación e improvisación pueden ser ambos valores, dependiendo del contexto, pero improvisar cuando se requiere planeación o a la inversa puede resultar desastroso.

La democracia iguala a las personas ante la ley, las dota de los mismos derechos, fomenta la participación en la cosa pública y ofrece cauce a la expresión de muy distintas opiniones. La ilustración, por su parte, reivindicó al conocimiento científico frente a las supercherías, la razón por encima de las pasiones, la emancipación de las verdades reveladas por la vía de los saberes comprobados. Las dos deben (es una prescripción) alimentarse, pero no necesariamente sucede. Es más, todo parece indicar que vivimos una época en la que la democracia puede machacar los valores de la ilustración.

La democracia como proyecto tiene un fuerte motor ilustrado: la idea de que los hombres pueden y deben autogobernarse. Los proyectos democráticos empapados del espíritu ilustrado buscaron elevar el nivel de comprensión de los ciudadanos de la cosa pública. Partidos, clubs, sindicatos, agrupaciones agrarias, mutualidades, cooperativas, no era extraño que editaran periódicos, organizaran seminarios, “veladas”, pláticas, foros, para irradiar conocimiento. Una tarea auto impuesta por los agentes de la democracia para intentar trascender el sentido común e inyectar algunos saberes.

Hoy, sin embargo, vemos expandirse una política democrática anti ilustrada, que se mimetiza y explota el mínimo común denominador cimentado en la sociedad. Dado que de lo que se trata es de lograr la adhesión de los más, ni siquiera se intenta elevar su nivel de comprensión. Hay que ganar la voluntad de la mayoría. Y lo más sencillo es darles por su lado. Exaltar sus prejuicios, reproducir sus enojos, ofrecer cauce a su emoción, apelar a los resortes aceitados de sus manías e incluso hacer la apología de la ignorancia o confundir lo vulgar con lo popular. Está de moda postular que el objetivo de la política y los políticos debe ser agitar las emociones por encima de la razón, las pulsiones y atavismos más primitivos porque eso se traduce en votos.

En esas estamos.

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