Es común que el lenguaje político contenga dosis de ambigüedad. Pero hoy se repite una noción nebulosa como si fuera parte del programa fundamental del gobierno: el cambio de régimen.

No entiendo. Pensé que el artículo 40 de la Constitución era una base normativa avalada por todos. Somos una república democrática, representativa, federal y laica. Y por supuesto entre esa gran definición general y la realidad existe un desfase importante, pero —pensé también— que en lo fundamental era una aspiración compartida y una realidad inconclusa construida a lo largo de las décadas. Es decir, se trata del basamento de la coexistencia de la diversidad política. ¿O qué régimen se está proponiendo? Vayamos por partes.

República. El término remite a su antónimo la monarquía, un régimen en el cual el derecho hereditario encumbra al jefe del Estado. Por el contrario, república alude a una necesaria legitimación del poder a través del voto popular e implica una cierta división de poderes y un marco normativo que regula a las instituciones estatales. En ese terreno, el asunto no da ni para un mal chiste. Ahora bien, la nuestra es una República presidencial, eventualmente podría transformarse en parlamentaria, pero no creo que el deseo de la presente administración vaya por ahí.

Democrática. La democracia supone gobiernos y legislativos electos. Pero implica también poderes regulados, divididos funcionalmente, vigilados y con recursos para que los ciudadanos puedan defenderse de los eventuales excesos de la autoridad. Lo primero es un consenso sólido. Pero lo segundo parece que no es muy apreciado por el gobierno. No son pocos los casos de comportamientos discrecionales que hacen a un lado la aplicación de la ley; hay un resorte bien aceitado que busca la concentración del poder y desdeña a los otros poderes e instituciones estatales; cada denuncia de un comportamiento ilícito por parte de la autoridad, realizado por la prensa, alguna organización o un órgano autónomo del Estado, es leída como una agresión; y las descalificaciones a tribunales y jueces cuando no acompañan la voluntad presidencial, se están naturalizando de manera preocupante. O sea que, en materia democrática, a lo mejor el cambio de régimen supone una nueva concentración del mando y un debilitamiento de los contrapesos que se han edificado en la etapa reciente.

Representativa. Hace alusión a que legisladores y el presidente son representantes del pueblo. Pero también a que la pluralidad de corrientes políticas deben estar representadas en los órganos legislativos y en los cabildos. Y, sin embargo, los votos de los ciudadanos al traducirse en escaños sufrieron una alteración al no respetarse el dictado constitucional que impone que entre unos y otros no puede existir una diferencia mayor del 8%. Con menos del 38% de los votos Morena tiene hoy en la Cámara de Diputados mucho más de la mitad de los asientos. Así que ojalá el cambio de régimen no sea el anuncio de la construcción de una mayoría sin el respaldo de su respectiva votación.

Federal. El nombramiento de “superdelegados” encargados de operar los principales programas asistenciales del gobierno federal, sin pasar por los gobiernos locales o municipales, es un desconocimiento de facto de la estructura federal que diseña la Constitución. ¿El cambio de régimen supone un nuevo o renovado centralismo?

Laica. Presume no solo la escisión entre los asuntos de la fe y los de la política, sino que las estructuras de ambas (Estado e iglesias) no deben ser confundidas. Por ello, que una coalición de entidades religiosas sean las encargadas de repartir material del gobierno (la Cartilla Moral) vulnera el principio de laicidad. ¿El cambio de régimen supone reblandecer el laicismo?

Ojalá todos (gobiernos, partidos, organizaciones sociales, etc.) pudiéramos converger en una tarea común: fortalecer la República democrática, representativa, federal y laica. Y ojalá esa definición estratégica, que a todos cobija, no sea vulnerada desde el gobierno.

Profesor de la UNAM

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