En democracia el poder político se encuentra regulado, dividido y vigilado. Y ese enunciado elemental y fundamental no lo quiere o no lo puede entender la actual coalición gobernante. Trabajan, con un denuedo digno de mejores casusas, para ejercerlo sin cortapisas legales, concentrarlo en la figura del presidente y son renuentes a cualquier tipo de vigilancia. Y a eso en buen español se le denomina autoritarismo. Pero vayamos por partes.

Cuando elegimos al presidente no ungimos un sultán. Se trata del titular del Poder Ejecutivo que tiene facultades expresas y amplias pero acotadas por la Constitución y las leyes. Cierto, nuestro caudillismo ancestral y el presidencialismo exacerbado vivido a lo largo de las décadas conforman una tradición y una cultura que no desaparece de la noche a la mañana, pero el proceso democratizador mexicano pareció que empezaba a domar —en cierta medida— las pulsiones más autoritarias en el ejercicio del cargo. Hoy, por desgracia, el presidente se atreve a decir que la justicia se encuentra por encima de la ley y la voluntad popular también. ¿Y quién se encuentra capacitado para dictaminar lo que es la justicia y cuál es el deseo del pueblo? Pues él. De esa manera las contenciones que imponen las normas parecen importar muy poco o se las ve como obstáculos para cumplir la voluntad presidencial (que por supuesto, en su retórica, es la del pueblo). ¿Es necesario recordar que la ley es la primera defensa que tenemos los ciudadanos ante los abusos de las autoridades? Porque sin esos diques lo que se abre es la posibilidad de un ejercicio del poder caprichoso y atrabiliario.

Cualquiera que se asome a la Constitución encontrará sin problemas un diseño que divide el poder del Estado de manera horizontal y vertical. De manera horizontal el Poder Ejecutivo convive con el Legislativo, el Judicial y con instituciones de Estado autónomas. Y de manera vertical con los gobiernos estatales y municipales. Eso que se encuentra también en cualquier “estampita” de esas buenas para hacer la tarea en quinto de primaria, tampoco parece merecer consideración por parte de la coalición gobernante. Una y otra vez parecería que la política oficial es de acoso y maltrato al resto de los poderes constitucionales en un afán por alinearlos a la voluntad presidencial. El problema mayor es que en muchos casos basta con el amago para que, “de buena gana”, algunos hagan pirueta y media para complacer al presidente.

Y qué decir de la vigilancia que no solo deben ejercer los poderes constitucionales entre sí (los famosos pesos y contrapesos) sino los medios de comunicación, las redes, las asociaciones civiles, la academia. Cada vez que desde esos ámbitos se realiza una crítica, se emite una opinión distinta a la del Ejecutivo, se da a conocer una información que disgusta al gobierno, la reacción inmediata es la de la descalificación sin argumentos, sin nueva información o evidencia. Una desautorización rotunda e inercial, plagada de calificativos, que impide cualquier tipo de debate medianamente productivo.

No sé si en el fondo de su concepción pedestre de la vida política (de la vida toda) se encuentra la noción de que las normas, la división de poderes y las preocupaciones por los excesos de las autoridades, no son más que ansiedades “burguesas” o “neoliberales” y, por ello, no puedan asimilarlas y valorarlas como lo que son: auténticas construcciones civilizatorias.

Profesor de la UNAM

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