En los últimos meses de 1995, afuera de la casa de Isaac Rabin, primer ministro de Israel, se reunían cada noche manifestantes que gritaban que lo iban a ahorcar junto a su esposa, “como a Mussolini y su puta”.

El clima político estaba tan crispado en esos momentos, que algunos lo llegaron a calificar como la antesala de una guerra civil. Rabin era asediado por fuerzas de choque de la ultraderecha que lo interpelaban en cada acto. La violencia verbal, que se podía traducir en violencia física en cualquier momento, se apoderaba del discurso público. En las manifestaciones, algunos participantes portaban imágenes que mostraban a Rabin, el gran héroe de la Guerra de los Seis Días y quien había dedicado su existencia a la edificación del estado judío… con un escudo de las SS.

Lo que había provocado ese clima de odio fue el acuerdo intermedio de paz entre Israel y los palestinos, llamado también Oslo 2. Bill Clinton había recibido en Washington a Shimon Peres, al propio Rabin y a Yasser Arafat para que lo firmaran. En los días posteriores hubo sangrientos atentados terroristas, pero ahora era Arafat quien estaba encargado de controlar a las facciones palestinas.

En 1994 Israel y Jordania habían firmado la paz, y al día siguiente de hacerlo, explotó un camión de pasajeros en pleno centro de Tel Aviv. Pero Rabin había decidido que lo más importante para su pueblo era llevar a buen puerto las negociaciones con los palestinos. “Como comandante en jefe he enviado a muchos hombres a la muerte; existe una única solución radical para proteger la vida humana. No son los tanques, no son los aviones. La única solución radical es la paz”, dijo en su discurso de aceptación del Premio Nobel.

El historiador israelí Doron Arazi, hace un recuento de cómo la posición de Rabin fue cambiando, de ser un militarista (impulsado por las circunstancias) a un creyente de la paz. En su libro “Yitzhak Rabin, héroe de la guerra y la paz” (Herder, Barcelona, 1996), escribe que fue precisamente en ese bienio de 1994-95 cuando Rabin empezó a llamar a Arafat “nuestro socio”. Asegura que dio mano libre a Peres para continuar las negociaciones sobre el acuerdo intermedio, “que iba a consagrar la retirada israelí de todas las áreas urbanas de Cisjordania, para entregarlas a la Autoridad Palestina”.

En otro discurso, Rabin dijo: “nosotros no dominaremos a otro pueblo”. “Tenemos que recordar que no encontramos vacío nuestro país cuando llegamos”. En la Knésset se dirigió al derechista partido Likud de esta manera: “se pueden ir olvidando de su sueño del Gran Israel”.

En los acuerdos de Oslo 2 se postergó la definición sobre el tema más endiabladamente complicado de cualquier acuerdo posible de paz: los asentamientos en Cisjordania. Pero ese tema seguía ahí, insoluble, indescifrable, a menos de que se tomara una decisión de gran altura, que en realidad garantizara la posibilidad futura de los dos estados. “Los habitantes de esas colonias”, escribe Arazi, “percibían que las construcciones tendrían que detenerse y, eventualmente, deberían abandonar sus establecimientos”.

Arazi describe, contundente, la situación de esos momentos: “con razón los colonos veían en el acuerdo intermedio los contornos de una renuncia israelí a la Cisjordania ocupada, y la existencia de un estado palestino. No era ningún consuelo para ellos poder seguir, mientras, en sus enclaves. Y como habían impulsado la colonización en un espíritu religioso, la perspectiva de un fracaso desencadenó una auténtica histeria de juicio final”.

¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar Rabin con el tema de los asentamientos? ¿Algo a lo que el propio Ariel Sharon, halcón, ultraderechista y belicista si los hay, haría más tarde en la franja de Gaza (desalojar a los colonos judíos)? ¿Y si ese hubiera sido el caso, habría ello significado la solución para los interminables acuerdos de paz, para un estado palestino y para el reconocimiento y respeto al estado judío y su necesidad de vivir en armonía con sus vecinos?

Son preguntas que no tienen respuesta, porque el 4 de noviembre, después de una manifestación multitudinaria en la Plaza de los Reyes de Tel Aviv para apoyar los acuerdos de Oslo 2, y justo cuando Rabin regresaba a su auto, un fanático de apenas 25 años le disparó por la espalda.

No sabemos qué pudo haber pasado con el problema más difícil de resolver, que son los asentamientos. Desde la muerte de Rabin, el Partido Laborista, el de los padres fundadores del estado hebreo, no volvió a tener las riendas del poder (salvo en los muy breves periodos de Shimon Peres y Ehud Barak). Hoy el laborismo está completamente derruido. En las pasadas elecciones del 2 de marzo de 2020 llegó a su punto más bajo, con apenas siete escaños, asientos que ni siquiera son suyos todos, sino en alianza con el partido pacifista Meretz.

En estas elecciones, las terceras convocadas en un año, el partido de Benjamín Netanyahu, el Likud, obtuvo la mayoría de los votos. “Bibi”, como le dicen, es ya el premier que más ha durado en el cargo, gracias a su alianza con los partidos religiosos. Pero apenas hace unas semanas, su triunfo se antojaba lejano, dado que el partido centroizquierdista Azul y Blanco llevaba ventaja, y se hablaba de que podría desbancar al actual primer ministro en funciones.

¿Qué cambió en tan pocos días? Cambió que Donald Trump apoyó a Netanyahu presentando en Washington su plan de paz para Israel y Palestina, con el grandilocuente nombre de El acuerdo del siglo… sin que los palestinos estuvieran presentes. Cambió que en noviembre Estados Unidos dejó de considerar ilegales los asentamientos de los colonos israelíes, contraviniendo la tradición de ese país durante décadas (además de la ONU). Cambió, también, que “Bibi” anunció en plena campaña, el 24 de febrero, la construcción de un asentamiento que parte en dos a Cisjordania, el proyecto urbanístico en el llamado sector E-1, al este de Jerusalén, que por su naturaleza amenaza con hacer inviable en un futuro el estado palestino.

Netanhayu nunca se ha atrevido a dar ese paso, aunque varias veces ha amenazado con hacerlo. En 2015 lo anunció a los cuatro vientos, pero tanto Estados Unidos como la Unión Europea le dijeron que implicaría “traspasar una línea roja y acarrearía impredecibles consecuencias”. Eso fue en el mandato de Obama, pero incluso George W. Bush estuvo en su momento en contra del proyecto E-1. En ese entonces Bibi cedió y ordenó congelarlo “por razones diplomáticas”. Pero ahora el primer ministro en funciones está más envalentonado que nunca. Quizá el anuncio hizo que la balanza se inclinara finalmente hacia el Likud en las elecciones.

En julio de aquél fatídico 1995 Benjamín Netanyahu lideró una falsa procesión fúnebre, con un ataúd y una soga de ahorcado, en la que los presentes gritaron “muerte a Rabin”. Dada la gravedad de la situación y el clima de tensión, el director de seguridad interna, Carmi Gillon, le advirtió que había un complot que podía amenazar la vida del primer ministro, y le pidió que moderara su discurso, a lo que él se opuso.

No se quiso comprometer con unas protestas más civilizadas, más democráticas. Al primer ministro lo mataron poco después y, claro, ante la conmoción nacional, Netanyahu tuvo que declarar que nunca fue su intención incitar a la violencia.

No se sabe aún qué es lo que va a pasar en varios frentes. En qué va a parar la declaración de Netanyahu ante la justicia por acusaciones de soborno, fraude y abuso de poder. Tampoco sabemos si el triunfo le va a alcanzar para formar gobierno, ni si realmente se atreverá a la construcción de los asentamientos E-1. Los palestinos han denunciado el plan de paz presentado por Trump, pero hoy se ven más aislados que nunca. “Es una iniciativa seria”, escribió la cancillería de Emiratos Árabes Unidos.

Un plan de paz realizable es lo que se merecen los habitantes de esas dos naciones destinadas a vivir codo con codo. Pero se requeriría un estadista con verdadera altura, alguien que por la paz estuviera dispuesto a sacrificarlo todo, hasta la propia vida. Alguien quien por la paz estuviera dispuesto a algo quizá más radical, aún más escaso: la capacidad de ceder y encontrar un punto de encuentro con la otra parte, para lograr un verdadero entendimiento.

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