No es que las mejores lecciones de la vida estén grabadas en la caja del cereal, pero tengo por cierto que hay conceptos o principios que operan igual que la fuerza gravitacional, los diga quien los diga. De ahí que tienda un puente que #ustednolocrea entre la música popular y la realidad política que nos atañe. Es de todos sabida la consigna de nuestro presidente sobre atender a los más vulnerables y acabar con la corrupción. Este anhelo, a su vez, tiene detrás el objetivo más individual del mandatario de trascender como uno de los mejores presidentes de la Historia. Esto no es pura intuición sino que lo ha expresado como tal y ha elegido como imagen del gobierno federal un retrato colectivo de los héroes patrios que lo inspiran.

Acabar con la corrupción en un sexenio, habrase visto encomienda más ambiciosa, pensará usted. Y tendrá razón, pero acaso buscar la trascendencia es todavía más complicado. No cualquier trascendencia, desde luego. Nadie quiere inscribir su nombre en la Historia rodeado de adjetivos detestables. El asunto es que la Historia es una materia indócil, difícil de retorcer a voluntad. Sucede, pues sí. Pero hasta esa historia que es supuestamente escrita por los ganadores tendrá sus recovecos vergonzosos. En gran medida, no controlamos la manera en que la historia nos va a recordar -en el caso improbable de haber una sola narración del pasado- porque necesita tiempo para atemperar los hechos presentes. Y en ese tiempo, quienes vivieron tales hechos ya están en otro plano metafísico como para revisar el guion de los libros de texto.

Bajando del terreno abstractísimo de la trascendencia, aterricemos la idea tejiendo el puente con la canción popular. Todos podemos aspirar a ser recordados de cierto modo por quienes nos sucedan, y aunque ciertos cargos, poderes y recursos abonan a tal propósito en alguna medida, lo cierto es que no hay garantía de que las generaciones futuras nos recuerden, o que lo hagan con cierta estima. En los ochenta, Rafael Pérez Botija escribió una docena de canciones que serían -mire usted- inmortalizadas por José José. Y sin tratar de forzar la moraleja, nos haría tanto bien a mandatarios y mandantes recordar que, como reza la canción, uno no es lo que quiere sino lo que puede ser.

Claro que esto no es una apología de la resignación y el pesimismo. Ni descalificación ni insulto. Una reflexión, nada más. Por muy empeñoso que sea nuestro intento por dibujar una trayectoria impoluta de nuestra vida en cualquier ámbito humano, la Historia nos juzgará de un modo si no caprichoso, casi autónomo. La búsqueda de trascender como un líder capaz y efectivo de nuestro presidente es encomiable, pero empeñarse en un objetivo tan fuera de las propias manos es, por lo menos, inútil. Esta fijación no es exclusiva de unos cuantos. Se ha estudiado y le han puesto el nombre de fijación de objetivos. El ejemplo clásico es el motociclista que mira en el horizonte una gran roca que, naturalmente, debe esquivar cuando llegue el momento. Su preocupación es tal que la roca se vuelve todo para el piloto y acaba haciendo justo lo contrario, estampándose en esa roca en la que fijó su vista intentando evitarla.

Era bien sabido que varios de los propósitos que el presidente anotó en campaña eran harto improbables de lograr en poco tiempo. La perseverancia que le es tan característica se convirtió ahora en una losa descomunalmente pesada que lo ocupa todo. Esa fijación de objetivos -cerrar la llave de la corrupción, construir un tren y una refinería, y obtener un pase directo al salón de la fama de la política nacional- hoy son esa roca con la que tropieza la administración federal. El deseo férreo de lograr esos objetivos redunda en resultados contradictorios: cerrar la llave de los fondos y mecanismos que, milagrosamente, sí funcionaban y producían ciencia, arte, futuro. Sin necesariamente detener la máquina de impunidad y corrupción que dejaron tan bien aceitada administraciones anteriores. Construir un tren que nos lleve a un flaco destino que habría sido más verde de invertir los recursos siempre escasos en estrategias económicas urgentes.

Son tiempos indeciblemente complicados para todos: presidentes, ciudadanos, naciones y ciudades. Uno siempre querría pilotear la nave con una misión difícil pero no necesariamente apocalíptica. Curiosamente, en esos aprietos de días turbulentos es donde la Historia se fija más que en los atardeceres lozanos y veraniegos. Uno no elige el tiempo que le toca pero, como lo cantaba el príncipe, sí elige hacer la mejor versión de sí mismo con lo que puede ser.

Cerremos en la música, para tratar de aligerar el sabor de boca. Le escuché decir a Jorge Drexler una idea rara e interesante: la libertad es una opción y, todavía más, es fractal, igual de subjetiva y caprichosa como la Historia. Se puede hallar libertad hasta en una baldosa, por la cantidad de movimientos microscópicos que nos queda por jugar en un diminuto pedazo de suelo. Nuestro presidente mostró largo rato un ingenio y fortaleza cuando todo le era adverso en el pasado. Luego vino una victoria enorme, quizá demasiado. El apoyo incondicional y uniforme del congreso se convirtió también en una libertad que, hasta ahora, ha resultado en decisiones públicas deficientes, improvisadas. La pandemia nos aprieta a todos, y obliga hasta a las piezas más potentes del ajedrez mundial a jugarse la boca en jugadas más cortas, menos ambiciosas. Ojalá que estas limitaciones se conviertan para el presidente en esa libertad fractal de la que hablaba Drexler. En transformar los objetivos férreos que hoy tienen muy poco sentido y concentrarse en la partida que a nuestro México le queda por delante. Hoy que estamos encerrados, que nuestra vida social se reduce a la baldosa en la que pagamos renta, que la inteligencia, la sensatez y la creatividad nos ofrezcan jugadas microscópicas hacia un futuro posible.

@elpepesanchez

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