Los años de elecciones son raros, duros. Todos. Gane quien gane, aunque pierdan todos o gane la esperanza. Se han convertido en un embutido de campañas que sirven para lo más primitivo del comportamiento del votante: tener en la mente a un personaje. Su objetivo en ese sentido no es nada distinto que el de una estación de radio poniéndonos la misma canción todo el día. Memorizar. No digamos una serie de puntos prioritarios de una agenda pública. Mucho menos una plataforma política, ideológica. Ya ni siquiera uno sabe qué es eso. También es su objetivo criticar, descalificar y burlarse del contrario. El contrario es un personaje, un partido, un grupo pernicioso y malévolo, incluso el pasado es enemigo en México.

Todo eso produce desgaste en uno. Las bardas, las pancartas. No he conocido a nadie que se deleite con la propaganda electoral. Tampoco a nadie que admita que el vigésimo séptimo anuncio de plástico en el que vio el rostro de una persona mirando hacia el horizonte acompañado de un partido y una frase de victoria le hizo rectificar, sentar cabeza y votar bien. Aturde, cansa, pero ése no es el desgaste al que me refiero aquí. Se trata de uno más hondo, igual de colectivo, pero absoluto. El de un año electoral acaso es agudo pero también perenne. El otro, quién sabe.

No es nuevo, el desgaste de la democracia. Pienso que existe desde que se instauró la primera democracia en la historia. No me refiero a los defensores de las monarquías, sino a quienes siempre vieron que cojeaba de una pata la idea de que el poder reside en el pueblo y, casi como la mano invisible del mercado, la democracia se fortalece y regula a sí misma. Perdón por la tristeza, como diría Sabina, pero he venido masticando esta idea desde hace algún tiempo y no caduca, de modo que la comparto para buscar consuelo en la compañía.

Presento mi idea: la idea de la democracia en un sentido acotado a elegir representantes pero también ideal en un sentido normativo de que la pluralidad conduce a la equidad y el progreso se desgastan. No nada más socialmente sino a nivel micro, en la cabeza de una persona que tiene la capacidad de activar esa parte electoral de la democracia. Hay quienes ven muy evidente ese desgaste en el abstencionismo, fantasma de apatía que azota las urnas en todo el mundo. Hay también quienes lo ven más evidente en el voto nulo: mensaje contundente de quien piensa que es mejor que se vayan todos, aunque absolutamente inútil en términos legales, pragmáticos.

Yo lo veo de un modo menos fotográfico y más lento, como la humedad que se instala en un muro. Uno puede ver encuestas por aquí y por allá diciendo que una elección está ganada, que un bando no se esperaba nada de competencia y se agita, que a quién le confiaría uno las llaves de su casa y quién le cae peor de todos. Aunque se puede mentir con los números tanto como con las palabras, lo que no dicen asoma una verdad más cierta: todas las líneas se mantienen o caen por su propio peso y en cámara lenta. El

partido en el poder concentró una cantidad de apoyo que no se había visto en el país en quién sabe cuántas décadas. Hay quienes piensan que el único camino era hacia abajo, pero también uno ingenuamente podría pensar que, con las riendas en la mano y el futuro abierto podía haber logrado en cinco años y fracción convencer a los detractores. No hay red social ni gráfica que muestre cosa semejante. No se mal entienda: todavía hay muchísima gente que sigue celebrando la victoria, el progreso y el cambio, pero también hay un porcentaje nadita despreciable de quienes vieron defraudada su esperanza. Ahí está el corazón del desgaste de la democracia.

Del otro lado, nada que celebrar. Una oposición que, como lo dice el discurso oficial, está derrotada porque le viene bien la derrota y porque no tiene mucho con qué repensarse, porque todo mundo tiene cola de ajolote larguísima que, si se la corta por disimular, le brota una mayor. Critican al poder porque hace lo que antes ellos hacían pero ya no y no muestran el más mínimo interés en proponer cómo hacemos para que nadie haga lo que se ha seguido haciendo administración tras administración. Derrotada o no, en la mente de quien sostiene con más pena que gloria una boleta con opciones la oposición no ofrece ni siquiera esperanza.

Ya sé. Habrá quienes piensen que tardé mucho en llegar a este desgaste, a esta conclusión. A lo mejor tendrán razón, y es que me tardo en entender mi historia porque me gusta ir a veces al lado del camino, como Fito. También porque pertenezco a esa generación a la que durmieron con el cuento de la izquierda, cuando la izquierda significaba algo y ahora despierta en el desencanto de una democracia que pasó muy rápido de ser el mejor modelo de organización social al más aterrizado “habrá que elegir al menos peor” y aterriza como un dron en la alameda en un franco “ahora sí no hay a quien irle”. Todo esto, repito, puede ser al nivel más micro y tú la tienes más clara que Poor Things. Sin embargo, en el fuero interno mío me sabe mal pensar que ya no hay izquierda ni derecha y la única dirección clara es hacia abajo.

@elpepesanchez

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