En el mundo de estos días suceden, al menos, dos realidades. Una para quienes no ha pasado nada y, por necesidad o porque un coche, un seguro médico, o cualesquiera otras posibilidades les permiten hacer de cuenta que la pandemia es imaginaria. Una realidad más, de quienes como pueden y entienden llevan una cuarentena lenta, cansada y difícil de anticipar por cualquier relato de ciencia ficción.

Y en esa intersección de realidades sale uno, como tantos otros, con esos pasos de entre miedo y culpa del que acaba de escaparse del manicomio. Nos aventuramos a los viajes más triviales como si se tratase de volver a Ítaca. Paradójicamente, esta posmodernidad que nos muestra en pantallas brillantes todas las alternativas de ver, leer, comer, gastar el tiempo y comprar se vuelve igual de binaria y dicotómica que cuando la televisión reinaba. La pandemia indefectiblemente va a definir nuestro tiempo y tallar el cristal con el que la humanidad de otros tiempos mire nuestro presente. Nada podemos hacer ante ello. Pero la naturaleza de nuestra reacción ante todo terminará definiendo ya no a este tiempo sino a nosotros como la sociedad que le plantó cara a estos días.

Sin duda todo es demasiado para cualquiera. Este texto no se adscribe al club acartonado y optimista que reprocha a todos quienes no hayan leído un libro, cocinado un conejo y aprendido esperanto durante la cuarentena. Los días se me han vuelto un mal sueño plagado de martes, de no saber si la cosa repetitiva que le quiero contar a alguien sucedió antier, hace diez minutos o mañana. No envidio en absoluto a los padres que han hecho la acrobacia olímpica de terminar el ciclo escolar a distancia. He escuchado las más espeluznantes historias de una familia entera con problemas de conexión a su correspondiente videoconferencia, escuelas de natación que cobran lo mismo por un servicio sin una gota de agua, y empresas que se cuelgan la medalla de conciencia mandando a todos a casa y exigiendo productividad estelar.

Pese a todo, nos toca hacerle frente a la plaga. No hay modo de hacerse a un lado, porque hasta esa actitud de mirar hacia otra parte se convierte en el paisaje de nuestro retrato. Claro que nadie soñó con un 2020 al que se le atoró un pasaje apocalíptico en el pescuezo, pero hay algunas batallas diminutas que nos toca librar en lo individual y colectivo que estamos perdiendo tan desastrosamente que pienso que acabarán definiéndonos como la sociedad que se rebeló al cubrebocas.

Como muchos, salimos para lo esencial, sumergiendo nuestra angustia en la pila baptismal del desinfectante de su preferencia. Apenas se abre la puerta, el martes en turno nos mira con un cubrebocas convencional, de tela, reusable y con algún patrón o motivo que lo haga parecer menos clínico, menos sacado de una pesadilla zombi. Claro que afuera ocho de cada diez nos miran como si en vez de mascarilla estuviésemos tragando fuego, o como si en vez de flores la mascarilla tuviese impreso “estoy tan enfermo que solo tu cara de disgusto te librará de mí”. Y la gente se hace a un lado. Esa misma gente que ha hecho del cubrebocas el accesorio de responsabilidad civil de moda. Lo traen sostenido de las orejas bordeando la papada como un collar de perlas. O sujeto de los dos resortitos como si fuese una bolsita pequeña para llevar a un coctel. Lo traen de visera, de arracada columpiando de una oreja. Y uno se da cuenta de que ponerse la mascarilla más o menos en el lugar en el que debería se vuelve un acto revolucionario, inaudito.

¿Por qué se volvió tan de opción múltiple una línea causal tan directa? Se ha dicho hasta el hartazgo. Muy pocas mascarillas impiden que partículas suspendidas cargadas de virus avancen hacia la nariz o la boca de quien la porta, pero el uso colectivo de mascarillas sí reduce, aunque no elimina por completo, la cantidad de gotas que nosotros mismos expulsamos hacia todas partes. La mascarilla, si bien no forma una barrera impenetrable al individuo que la usa, genera una barda lo suficiente alta si nos la ponemos todos como para que el virus la tenga más difícil para andarse desperdigando como si fuese la alameda. Hasta ahí, ¿todo bien? Venga, hay capítulos de Dark más complejos que esta explicación.

Si el argumento es tan simple, ¿por qué es tan impopular en nuestras comunidades el uso de mascarilla? En 1968, Garett Hardin publicó “La Tragedia de los Comunes (o tragedia de lo colectivo)”, un libro que presenta una trampa social simple y muy poderosa. En un pastizal compartido por mucha gente, si cada pastor piensa únicamente en el interés personal, tratará de alimentar al mayor número de sus animales, explotando el pastizal por encima de su capacidad de recuperarse y dejándolo, eventualmente, desierto para todos.

Esta idea de la tragedia colectiva -de los comunes- que ocurre cuando el bien común es sacrificado por la búsqueda del máximo bien individual me recuerda a esta rebelión del cubrebocas. Dado que usarlo me genera muy poco valor en lo individual, aunque forme una defensa más recia en lo colectivo-, prefiero tener la nariz libre, no empañar mis lentes y no verme como un enfermo por la calle #QuéPerroOso. Esa actitud individual del que se rehúsa a ponerse un trapo en la boca porque ayuda más a otros que a uno mismo, me temo, nos define de cuerpo entero como sociedad. Cuando nuestros ancestros levantaron sus añicos después de la guerra y se reinventaron, dejaron atrás dictaduras espantosas, inventaron la penicilina, la televisión a color, las celdas solares, enviaron postales desde la Luna, nosotros nos miramos feo porque se ve uno bien raro con cubrebocas, porque con este calor ni modo que uno lo traiga todo el día.

En 1990, la politóloga californiana Elinor Ostrom publicó “Gobernando a los comunes (o gobernando lo colectivo)”, una respuesta potente y provocadora a la trampa casi imposible de salir que presentó años antes Garett Hardin. ¿Cómo lograr que no nos comamos entre nosotros frente a estos dilemas de metas o recursos comunes? La única salida al egoísmo más caníbal que destruye cualquier anhelo colectivo en aras de atiborrarse de comodidad individual es la acción colectiva. Más precisamente, según Eli Ostrom, una acción colectiva que se autogobierna.

Me cuesta trabajo imaginar un mejor ejemplo sobre la tragedia de los comunes y los dilemas de la acción colectiva de Hardin y Ostrom que la rebelión del cubrebocas. Culpamos a nuestros gobiernos por habernos dicho que usar mascarilla era útil, luego no y luego más o menos. Nosotros, que nos quejamos tanto de la tiranía e insensibilidad de nuestros Estados. Como si el apocalipsis tuviese un manual con verdades inmutables. Tal vez las ideas de Eli están más en un predio onírico que en uno real. Uno en el que, sin que nadie nos lo machaque, creamos instituciones colectivas que produzcan un bien común. Como el ponerse un trapo en la cara que reduzca aunque sea un tres punto imagínese usted por ciento la probabilidad de contagio. Tiempos paradójicos, sin duda. Porque me importas, te oculto por un tiempo mi sonrisa.

@elpepesanchez

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