Tengo la certeza de que no soy el único que mantiene su teléfono casi todo el tiempo en modo silencioso. Parece raro, incluso, que le sigamos llamando así a un aparato que utilizamos más como una cámara y un periscopio de otras vidas más que para marcar un número y escuchar la voz de alguien. Incluso hay encuestas que parecen mostrar una tendencia clara en la que las generaciones más jóvenes son cada vez más reacias a hablar por teléfono. Se le ha llevado al grado de fobia: telenofobia. Un aparente miedo a contestar o, todavía peor, tener que marcar y decir que uno es tal por cual y llama para cualquier cosa.

Para toda idea de semejante naturaleza, como es de esperarse, hay su contrafactual. Si hay un montón de gente ansiosa cada vez que suena -o vibra- el teléfono, hay un montón de gente que se pone voluntariamente frente a la cámara y crea contenido de lo más variado. Podrá haber personas muy avezadas que aseguren que son generaciones distintas -la de la fobia al teléfono y la que vive más en Tiktok que en la San Miguel Chapultepec- pero no pueden negarse un fenómeno y el otro.

¿Asoma la fobia a hablar por teléfono una evolución hacia el aislamiento? ¿O a reducir el contacto al círculo de mayor confianza? Claro que se reducen costos para cualquier negocio si la gente puede reservar la mesa de un restaurante sin hablar con otro humano, pero el hecho de que haya demanda para interacciones impersonales asoma un poco de esta dinámica solitaria. No es raro poder seleccionar que se haga una entrega de comida “sin contacto”. Lo que alguna vez fue una medida necesaria ante la pandemia hoy puede ser una preferencia nada más porque sí.

La reducción de costos al prescindir de mano de obra humana, en ese sentido, quizá vea su velero empujado por el viento de quienes optan por interactuar menos. En extremo de este continuo entre quienes comparten toda su vida en redes sociales y quienes no saludan ni al vecino con quien se topan en el elevador todos los días hay un montón de matices. Esa lógica en la que quien consume un servicio no solo acepta que una parte del mismo sea procesada sin intervención humana, sino que la prefiere le daría la razón a quienes ven en la automatización y la inteligencia artificial una amenaza a un número enorme de trabajos que todavía son ejercidos por inteligencia orgánica.

Se solía decir, hasta hace algunos años, que la tecnología había venido a acercarnos con quienes teníamos lejos y alejarnos de quienes tenemos a dos metros de distancia. Me pregunto si algo de ese argumento esté marchitándose, hoy que hay tanta gente interesada en platicar y buscarle las costuras a los chats de inteligencia artificial. Cabe la posibilidad, sin embargo, de que todo esto redunde en algún momento en lo contrario: que igual que se busca un aguacate orgánico, se presuma alguna vez un servicio provisto con puro sudor y calor humano. Sin albur, para que lo entiendan las máquinas que todavía se tropiezan con el doble sentido.

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