El martes se conmemoró por vez primera el día de la nación pluricultiral en México, como remplazo a la ciertamente anacrónica celebración del Día de la Raza. A toro pasado, a lo mejor conviene preguntarse diminutos detalles del festejo saliente y el entrante, como ¿Cuál raza y cuál nación? Estamos tan acostumbrados a aprender por imitación y sin decir pío que, al menos yo, no reparé en entender qué significaba la raza, y por qué se ponía tan orgullosa la gente repitiendo el lema de la UNAM.

Tardé un montón en enterarme de que Vasconcelos soñaba con la unidad de Latinoamérica y lo plasmó en el escudo de uno de los mayores orgullos del país como lo es la Universidad. A lo mejor en su contexto tenía mucho más sentido, pero probablemente el tocayo Vasconcelos hoy habría usado un término distinto para cristalizar su esperanza de una América Latina unida distinto al de raza. Yo, siendo una mente relativamente lenta, no atiné durante muchos años a comprender cómo nos debía inflamar el pecho hablar de nuestra raza, vocablo que solo había relacionado con los perros. Y ahí me tenías en la primaria recortando la monografía del doce de octubre (consulte en Internet si no está familiarizado con este artefacto informativo que vendían en papelerías (lugares igual de extintos)). ¿Cómo reconciliar la idea de que Cristóbal Colón descubría América y produciría el encuentro de dos mundos con la idea de que se encontraba con la raza, como si Tenochtitlan y sus albores estuviesen poblados de labradores sin pedigrí verificable? ¿Cómo no imaginar más bien un choque violentísimo y desbalanceado más que un encuentro multicultural con el ánimo de una kermés?

No soy el primero en plantearme estas incógnitas. Yásnaya Aguilar ha señalado antes y con mayor propiedad algunas rutinas que tienen muy poco sentido una vez que uno se da tiempo de salirse de la inercia y rascarse la cabeza. Aprendemos imitando los rituales de pararnos cada luns en el patio, saludar a la bandera, estar en la escolta, pero al menos yo no alcancé en los seis años de primaria y los tres de secundaria a rasguñar qué debía entenderse por nación mexicana. ¿Cuántos huapangos de Moncayo formaban la nación, o cuántos trajes típicos tan ajenos al niño chilango que fui debían formar esta idea uniforme y homogénea de nación? No podemos ponernos de acuerdo en menesteres culturales como el contenido de la quesadilla y nos ponemos el traje de antropólogas e historiadores para criticar a mano alzada la propuesta de pieza que remplazará a Cristóbal Colón en el Paseo de la Reforma.

Ahora que estamos tan revisionistas y nos da por proponer destronar estatuas y buscar que nos pidan perdón, a lo mejor sería bueno revisar nuestros rituales. ¿Qué tanto los himnos militares donde las campiñas con sangre se riegan representa al titipuchal de mexicanos que vivimos dentro y fuera de sus márgenes? Quizá la idea de nación empiece a ponerse amarilla como viejas fotos si reconocemos que no somos ese monolito unitario que alguna vez se utilizó como concepto para conseguir independencias y revoluciones. Sin cometer el improperio de juzgar la Historia sin conocerla, quizá fueron necesarios esos inventos simbólicos en su momento, pero si ya nos dio por sentarnos a discutir si Cristóbal Colón nos descubrió o si ya nos habíamos descubierto nosotros mismos, probablemente necesitemos la sensatez de, al menos, empezar a reconocer que México es un montón de Méxicos. Y que en la medida en que no nos metamos que la verdadera pluralidad está en luchar porque esas naciones y comunidades tengan un sitio simbólico, político, social y cultural, no estaremos yendo realmente en dirección contraria de ésas atrocidades que sucedieron en un tiempo del que nos hemos ocupado poco por estudiar

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