Desde mucho tiempo antes del triunfo de López Obrador en 2018, yo y otros colegas habíamos detectado una cierta inclinación populista y antidemocrática, incluso desde que gobernó –sin reunir los requisitos legales– la Ciudad de México. Había claras señales sobre la molestia que siempre le provocaron las instituciones autónomas, la división de poderes y los contrapesos institucionales, elementos esenciales de la democracia.

Por lo mismo antes de 2018 escribí un libro advirtiendo lo que vendría de ganar la elección, cosa que consideré prácticamente un hecho (por las condiciones prevalecientes (2018, ¿AMLO presidente? 2017). Y en efecto, ya en el poder, ha habido un intento claro y abierto por limitar todo contrapeso, todo límite institucional, toda vigilancia, toda división de poderes que estorbara al Ejecutivo encabezado por él. Lo ha intentado, en parte con éxito, y en otros casos no ha podido cumplir cabalmente ese objetivo, y ahora está metiendo el acelerador en ese propósito, con el INE, la Suprema Corte, el TEPJF y el Inai, al menos, habiendo ya debilitado, controlado o desaparecido otras instituciones autónomas (la CNDH es emblema de subordinación total, y la desaparición del Instituto Nacional de Evaluación de la Educación al principio, son ejemplos de ello).

Desde el inicio del gobierno, advertí que AMLO intentaría seguir las fórmulas desplegadas en el Foro de Sao Paulo, organismo de partidos de izquierda de América Latina al que pertenece Morena desde su registro, inspirado en el leninismo pero adecuado a las circunstancias actuales que hacen de una revolución violenta algo muy complicado. La primera medida es utilizar la democracia vigente para llegar al poder y, desde ahí, intentar desmantelarla en la medida y en los tiempos posibles según las condiciones de cada país. Pero en esos documentos está claramente el camino a seguir; concentrar el poder en el Ejecutivo controlando, debilitando o desapareciendo todo aquello que pueda limitarlo. Muchos analistas me decían exagerado al hacer ese pronóstico, no digamos los obradoristas, para los cuales la democracia empezó en 2018 y no en 1989, sino también por varios críticos de AMLO a los que les parecía exagerada mi proyección. Conforme pasó el tiempo ha quedado claro que dicho pronóstico no era descabellado. Dicen los documentos del Foro de Sao Paulo, entre muchas otras prescripciones antidemocráticas:

“El poder popular se expresa como el control del poder político del Estado, por un bloque histórico de fuerzas populares, que tengan un programa que se proponga las transformaciones estructurales que emanan del estudio de la realidad en cada país […] Aparece como una propuesta y una experiencia en marcha, encaminada a superar la democracia liberal burguesa, punto de partida de nuestras transformaciones”. Y después, “Cuando hay procesos de cambio de orientación socialista y un sistema político que es pluripartidista, la posibilidad del desarrollo de fuerzas contrarrevolucionarias es obvia, aparecen desde el mismo momento en el que arriban al poder las fuerzas revolucionarias. El debate sobre revolución y contrarrevolución, sobre la hegemonía, es un punto central de este problema planteado”. Y también: “Una fuerza, política y socialmente organizada, se define por una posición política empeñada en acceder a la influencia y el control de las instituciones públicas del Estado: gobierno, parlamento, alcaldías, poder judicial y electoral, fuerzas armadas; así como por la construcción de una opinión pública que dispute la orientación moral e intelectual de la sociedad”.

¿Hay alguna duda, cinco años después, que esa fue la ruta seguida por AMLO y continuará mientras pueda para reducir los contrapesos y, desde luego, garantizar el triunfo de su partido, por vías legales o ilegales, por las buenas o las malas? ¿No quedó ya claro que el suyo es el modelo típicamente bolivariano? Si gana Morena en 2024, esa ruta continuará con más fuerza y eficacia.

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