«Quien controla la información, controla la historia. Quien controla la emoción, controla el futuro.»
Sacarías
No necesitamos una guerra nuclear, ni un meteorito. Ni siquiera un virus verdaderamente letal. La especie humana, con la elegancia suicida de quien se mira al espejo mientras se desangra, ha encontrado su propia forma de extinción: la desconexión de sí misma. Mientras celebramos cada avance tecnológico como un triunfo del ingenio, dejamos que se atrofien nuestras memorias, nuestras emociones, nuestras preguntas. Hemos externalizado la inteligencia —primero en las máquinas, luego en los algoritmos— hasta el punto de volvernos piezas desechables dentro del engranaje digital. Y mientras tanto, el planeta reacciona. No como víctima, sino como organismo vivo que se sacude la plaga que lo invade. Incendios, pandemias, migraciones masivas. ¿Y si la Tierra ya se está defendiendo de nosotros?
Los niños, lejos de prepararse para reparar el daño, están siendo entrenados para vivir en él. No en libertad, sino en obediencia. No en comunidad, sino en competencia. Soldados de un sistema de likes y recompensas digitales, donde el pensamiento crítico es una amenaza y la empatía un estorbo. La información, en esta era, ya no es poder: es producto. Cada búsqueda, cada duda, cada emoción capturada por una cámara o escrita en un mensaje, alimenta a un sistema cuyo negocio es conocernos mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos. Somos el recurso natural más explotado del siglo XXI.
Como advierte Yuval Noah Harari en Nexus, las redes de información no fueron diseñadas para revelarnos la verdad, sino para cohesionarnos, controlarnos o manipularnos. Desde las narrativas religiosas hasta las plataformas digitales, el objetivo ha sido siempre el mismo: mantener el orden, no liberar la mente. Hoy, ese nexus —ese punto de fusión entre biología, datos y vigilancia— ha dejado de ser teórico. Se manifiesta en cada niño que aprende a deslizar el dedo antes que a sostener un lápiz. En cada adulto que ya no sabe qué desea, salvo lo que le sugiera el algoritmo. En cada sociedad que cree estar informada cuando, en realidad, solo ha sido programada.
Las plataformas no nos venden servicios: nos venden a nosotros. Nuestra atención, nuestras emociones, nuestra historia. Los datos no solo predicen nuestro comportamiento: lo diseñan. Y si se puede diseñar lo que sentimos, se puede gobernar sin necesidad de represión. Basta con entretener. Si una red social puede incendiar un país, como ocurrió en Myanmar con el genocidio de los rohinyás, ¿qué no puede hacer con la mente de un niño?, ¿qué no puede hacerle a la mente de millones?
La tragedia no es que las máquinas piensen. Es que ya no pensamos nosotros. Y cuando dejamos de pensar, dejamos también de mirar al otro como a un igual. La tolerancia, entonces, se vuelve un concepto exótico. El respeto, una etiqueta superficial que se exige, pero no se cultiva. Hoy 24 de abril, el Día de Acción por la tolerancia y el respeto entre los pueblos nos recuerda que no hay algoritmo que enseñe la compasión, ni inteligencia artificial capaz de comprender lo que significa convivir con quienes son distintos a nosotros.
Nuestra historia está escrita con cicatrices. Con pueblos desplazados, culturas silenciadas, genocidios que comenzaron con discursos, con ideas, con “verdades” construidas para dividir. Y hoy, esas narrativas se propagan con mayor velocidad que nunca. ¿Cómo se defiende una sociedad que ya no sabe distinguir entre la emoción genuina y el contenido viral?
La acción por la tolerancia no se trata de aceptar pasivamente al otro. Es una resistencia activa contra la indiferencia. Es desconectarse del ruido para volver a escuchar. Es el acto revolucionario de ver a alguien y reconocerlo como humano antes que como usuario, enemigo o algoritmo.
Porque en un mundo donde todo se diseña, el respeto debe ser una decisión y la tolerancia, un acto diario de libertad. Pero para ejercerla, necesitamos recuperar algo que parece perdido: el silencio. El espacio interior donde las ideas maduran, donde la emoción no es reacción inmediata sino comprensión profunda. Allí nace el respeto verdadero: no de la corrección política, sino del reconocimiento de la complejidad del otro. Hoy, más que nunca, urge recordar que ningún adelanto técnico sustituye el valor de un vínculo humano. Que no hay progreso sin justicia, ni justicia sin memoria. Que el futuro, si ha de tener sentido, no puede estar codificado solo en lenguaje de máquinas, sino también en palabras que abracen, que reparen, que escuchen. El 24 de abril no es una fecha simbólica: es un llamado. A despertar. A pensar. A sentir. A no obedecer sin darnos cuenta.