Hace dos años, antes de nuestras elecciones presidenciales, Bret Stephens, un periodista, redactor y cronista del New York Times de toda la vida, escribió un artículo provocador: “¿Tendrá México su Donald?”. Había crecido en la Ciudad de México, “cuando el país conocía una dictadura represiva de partido único totalmente dependiente de los ingresos del petróleo. Durante cuarenta años, vi a México conseguir un Estado multipartidista con una base industrial dinámica, una clase media creciente y la creencia en una relativa confiabilidad política. Eso es progreso y nos recuerda que la seria existencia de una multitud de descontentos es, a la vez, la evidencia de crecientes expectativas”. Le preocupaba la ya discernible victoria, no tanto de Andrés Manuel López Obrador, sino de Morena: “Si gana con una amplia mayoría legislativa, no habrá contrapeso a sus ambiciones. Eso pocas veces resulta bueno en democracias frágiles, especialmente cuando las ambiciones van del lado del estatismo económico y del populismo político”.

Como John Stuart Mill advirtió, como su amigo Alexis de Tocqueville demostró en su La democracia en América, es fatalmente fácil confundir el principio democrático de que el poder debe estar en manos de la mayoría, con la pretensión, completamente diversa, de que la mayoría en posesión del poder no tiene que respetar ningún límite. En 1959, o sea hace tiempo, con mucha lucidez, H.L.A. Hart pronosticó: “Este es el riesgo que corremos, y que debemos arrastrar alegremente, porque es el precio de las excelencias del régimen democrático; pero la lealtad a los principios democráticos no nos exige agigantar ese riesgo”.

Es un error muy común echarle toda la culpa al hombre que ocupa la silla presidencial, sea Donald Trump, sea Emmanuel Macron, sea Andrés Manuel López Obrador; sin embargo, hace mucho, desde Julio César por lo menos, que se sabe que la amenaza real contra la Constitución viene tanto del pueblo que del gran timonel que encarna sus esperanzas. A fines del siglo XIX, James Bryce, historiador y político inglés, visitó los Estados Unidos y afirmó que un desastre golpearía la democracia americana, de llegar al poder un presidente demagógico apoyado por una base entusiasta: “un presidente audaz, apoyado por una mayoría, podría sucumbir a la tentación de brincarse la ley. Podría ser un tirano, no contra las masas, sino con las masas”. Donald Trump confirma cada día la profecía del viajero y va directo a la reelección.

Todos aspiramos a la Justicia, económica, social, jurídica, justicia para todos y primero para los que más sufren su ausencia, por razones socio-económicas, por razones de raza y de género; y muchos piensan que solamente el hombre fuerte, el cirujano de hierro, podrá acabar con todo lo que imposibilita la Justicia.

Es una historia tan vieja como el mundo, pero la revolución cibernética de la comunicación inmediata, con Facebook, tuiteos y compañía ha hecho que, de un día para otro, “pasamos de una república de ciudadanos a una república de fans”, como bien dice el politólogo búlgaro, Iván Krastev. El resultado es que “nuestras sociedades padecen algo así como guerras civiles: el enemigo está dentro”. Es lo que vivimos presentemente en nuestro México, es lo que dicen de nuestro Presidente, sus partidarios y sus críticos. Krastev añade que los populistas, incluso cuando tienen el poder, se comportan psicológicamente como víctimas, como si estuvieran en la oposición: “Si eres una víctima, puedes comportarte como un villano”.

Lo que me gusta del búlgaro, además de su lucidez clínica, es su optimismo. Al final, afirma que, en Europa oriental, la gente que se había decepcionado con el liberalismo, empieza a sentirse a disgusto con los populistas que han llevado democráticamente al poder en Budapest, Praga, Varsovia… “La gente siempre busca otras opciones y otras formas de convivir juntos, así que no hay que deprimirse”. (Iván Krastev, entrevistado en El País del 17 de noviembre de 2019).


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