La del tiempo puede parecer una historia eterna. En un reloj de sol que se halla en las ruinas de un claustro en Monte Athos, está inscrito en caracteres griegos que “el tiempo es antes que el Génesis”. Los antiguos creyeron aprehender su sombra. “La sombra de un monte”, escribió Ernst Jünger en El libro del reloj de arena, “de un árbol, que llegaba hasta este o aquel punto les proporcionaba medidas de tiempo. Los seres humanos estaban familiarizados ante todo con su propia sombra, que podían observar continuamente. Medían el tiempo por la longitud de la sombra que ellos mismos proyectaban”.

Entre los medios de rastrear la sombra del tiempo, el gnomon no parece el menos admirable. Sin prescindir de la fascinación que puede deparar la simplicidad, ciertos objetos y construcciones elementales pueden convertirse en un gnomon; la sombra de un bastón, por ejemplo, puede representar las horas como una manecilla. Debido a que se reconocía la naturaleza divina del Sol, en Egipto la sombra que proyectaban sus rayos también se consideraban divinos.

Hubo un tiempo, refiere Jünger, en el que la función de los relojes consistía en determinar las horas de los rezos. En el siglo XVII, en Nuremberg, casi no había ninguna calle en la que no hubiera un reloj de sol.

En otros años 20, Jünger advirtió en El Trabajador que el reloj determina las jornadas diarias de los seres humanos; “todas las cosas se vuelven mensurables, divisibles, seccionables en tramos pequeñísimos y brevísimos, en él todas las cosas son empujadas sin piedad hacia el fogonazo de la conciencia”. El canto del gallo parece haber dejado de ser un anuncio. El “reloj checador”, la sirena de la fábrica, el segundero impone el ritmo de los humanos, sobre todo en las ciudades. Un personaje de Plauto se lamentaba deseando que “los dioses pierdan a quien trajo a este lugar ese reloj que a mí, pobre infeliz, me acorta el día dividiéndome en pedazos”.

Jünger recuerda que ocurrió “por la época en que hicieron su aparición en París los primeros teléfonos. Degas estaba invitado a comer en casa de uno de sus protectores, quien se había hecho instalar una línea telefónica. Para poner de relieve debidamente aquel invento, el anfitrión había hecho que lo llamaran a aquella hora. Cuando volvió de mantener la conversación por teléfono miró expectante al invitado. Y Degas dijo: ‘O sea, que eso es el teléfono: suena un timbre y usted acude’”.

Como el reloj, que podría deparar una forma de disponer del tiempo a voluntad, pero que parece haber sometido la voluntad de los humanos, la invención del teléfono parecía propiciar un instrumento de comunicación humana. Sin embargo, también ha devenido una manera de ordenar, de aislar y enajenar a las personas. Las nuevas maquinaciones han conjuntado ambos ordenamientos: el reloj y el teléfono.

“Dem Glücklichen schlägt keine Uhr” (el reloj no marca las horas del dichoso), revela un refrán alemán, que no olvidaba Jünger. “El reloj”, escribió, “no forma parte del bosque. Tampoco forma parte del mundo de los amantes ni del mundo de los juegos, ni de la música. Las horas que el espíritu pasa en su ocio o entregado a una obra creadora, esas horas el reloj no las mide”.

Una paradoja triste puede sugerir que el virus puede contribuir a retornar al tiempo personal.

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