En julio de 1969, hace 50 años, la Universidad de Guanajuato editó un libro cuya portada reproducía significativamente la de un cuaderno antiguo, escolar, de pasta de cartón negro con vetas verdes a la manera de cierto mármol y con una etiqueta que lo identificaba como “Cuaderno de Escritura perteneciente a S. Elizondo”.

A veces como una reiteración de hallazgos reiterados, a veces como la fascinación que se ha derivado de alguna lectura, a veces como una moda, a veces como la práctica obediente de un manifiesto, a veces como un sometimiento a la tiranía política, a veces como una creación íntima, cada escritor encuentra el género literario que conforma su invención.

Salvador Elizondo fue creando las formas varias de escritura que le deparaban sus libros: en Farabeuf, unas imágenes obsesivamente recurrentes se conjuntan en un círculo conjetural en el que convergen el montaje cinematográfico, la escritura china, una fotografía, el Precis de manuel operatoire, del doctor Louis Hubert Farabeuf; en El hipogeo secreto, se cifra una “novela policial metafísica”, en la que, como decía Paul Valéry, “el espacio sirve para perder el tiempo”, y en los textos de Narda o el verano ensaya formas varias del cuento tradicional con final inesperado, de la fábula, del montaje, del relato de iniciación.

Entre los géneros que practicaba Salvador Elizondo, no como un artificio o un alarde “experimental”, no parece el menos íntimo el del “cuaderno”. Lo frecuentó como un recuento diario, un noctuario, una sucesión de notas, apuntes y dibujos, tramas posibles, ideas conjeturales, ocurrencias, remembranzas y presentimientos, el libre devenir de la escritura.

En Cuaderno de Escritura convergen diversas formas sin prescindir de aquellas aparentemente tradicionales y en las que se revelan las obsesiones que cultivaba Salvador Elizondo. No teme detenerse en el examen de la poesía de Borges para descubrir que se cifra en la ceguera: “La ceguera de Borges es, parafraseando a Buffon, el estilo de Borges; un estilo que sólo se ramifica hacia el pasado de nuestras letras en la obra del improbable Groussac”.

Tampoco elude algo semejante a la crítica de pintura. Como lo confesaba no sólo en su Autobiografía precoz, Elizondo se proponía ser pintor. Sin embargo, “la contemplación reiterada de ciertas telas: las batallas de Paolo Ucello, La Calumnia, el vapor en la tormenta de Turner, hicieron nacer primero, y afianzaron después, mi determinación de no volver a tocar los pinceles”.

Elizondo no dejó de dibujar y pintar, sobre todo en sus cuadernos. Obviamente tampoco dejó de conjeturar acerca de la pintura. Los textos que derivó de la obra de Alberto Gironella, Francisco Corzas, Sofía Bassi y Vicente Rojo no sólo descubren rasgos y devenires no tan evidentes de esas obras, sino que revelan una mirada sagaz y algunas de las ideas que fue concibiendo acerca del arte y la creación: “Toda obra de arte —escribió—. Es el intento de subyugar una desesperación que todavía no se realiza como una pasión de los sentimientos; como la actividad mágica”. No sin ironía, también se permite cometer esa provocación que suelen animar a los aforismos, publicar apuntes, una página de diario, versiones de textos posibles como Fusilamiento en China o Una conjetura, imaginar una tauromaquia mecánica.

Ese libro vario, que incita a la frecuentación, a su relectura azarosa, a regresar a ciertas páginas que conducen a reparar en otras que terminan a veces en una relectura de todo el volumen según el orden numerado de las hojas, que no prescinde de un texto esencial: “Invocación y evocación de la infancia”, que acaso ocultaba una premonición de otros que escribió muchos años después como Ein Heldenleben y Elsinore, conduce inexorablemente, como quizá toda la obra de Elizondo, a una obsesión: la escritura.

“La novela es un prodigioso y arduo juego del espíritu y de la escritura. Estamos en libertad de ir inventando las reglas conforme vamos jugando. No podemos pedirle una tarea más ventajosa a nuestra proclividad atávicamente literalizante”.

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