Leonardo Márquez Araujo. Imagen: Mediateca INAH
Leonardo Márquez Araujo. Imagen: Mediateca INAH

En 1895, el presidente Porfirio Díaz permitió que volviera a nuestro país uno de los personajes más oscuros de nuestra historia, el general conservador e imperialista Leonardo Márquez Araujo. El también conocido como “tigre de Tacubaya” llegó a Veracruz el 28 de mayo de ese año y se dirigió a la ciudad de México. Como es fácil imaginar, el regreso de tal polémico personaje motivó todo tipo de opiniones, desde la oposición furibunda de "El Monitor Republicano" y numerosos estudiantes, hasta expresiones de apoyo de algunos diarios conservadores.

Al ser un suceso de gran interés, "El Noticioso" envió a Ángel Pola, uno de sus periodistas más reconocidos, a buscar, acompañar y entrevistar al polémico personaje. El resultado fue un interesante texto publicado por el diario el 30 de mayo de 1895 que dice:

«A la una llegó el tren de Veracruz a la Esperanza. En el vagón de primera clase, en un asiento cerca de la puerta delantera, venía sentado el general Leonardo Márquez. A un vistazo se daba con él, con cuatro señas: es bajo, de cuerpo delgado, anciano, una hendidura atroz en el carrillo derecho.

Ratifiqué las señas tan instantáneamente, como el pensamiento:

–¿Usted es el General Márquez? – le pregunté.

–Sí, señor.

Y puse en sus manos una tarjeta y desde luego me habló con familiaridad. Pasamos al restaurant y tras nosotros iba un muchacho cargando una petaca de lona, color de plomo, a la que no le quitaba la vista de encima. Comió bien y violento, y al querer saber sin reticencias –quien esto narra– si bebía vino, agua o cerveza, dijo el General:

–Cerveza, hombre, ¡qué reticencias!, yo soy franco; yo siempre les llamó a las cosas por sus nombres.

Después al tren y entramos de lleno en plática. Salió el 23 de La Habana en el vapor Seguranca; durante la travesía del mar no tuvo ningún contratiempo; a Veracruz le notó grandes progresos y dice que sintió satisfacción por esto.

–Si yo quiero a mi patria, hombre, soy mexicano –exclamó, como en prueba del placer que sentía por el adelantamiento material de aquel puerto.

A cada nueva perspectiva, a medida que avanzaba el tren hacia México, rejuvenecía en su conversación. Al sonido del gigantesco galope que producía la locomotiva al hallar resistencia en medio de la soledad de las llanuras, palpitaba su viejo corazón, latía fuerte como queriendo romper la cárcel del pecho con la respiración amplia del aire sano del país natal.

–¡Ah, cómo ha adelantado mi patria! Todo esto no lo dejé así cuando huí de ella. Recuerdo: salí de México a caballo, acompañado de mi ayudante Rincón. Llevaba la cara, aquí donde tengo el balazo, muy hinchada, muy abultada. Encontré en una barranca a un grupo de caminantes. Yo creí que estaba perdido, pues no; me dijeron a mi paso: adiós amigo. Y yo les respondí: adiós, amigos. Y seguí mi camino. En Tehuacán, sin sentir, llegué a encontrarme entre soldados enemigos y escapé por mi sangre fría, casi a la vista de ellos. De Veracruz salí con un trajecito azul. Se aseaba en el muelle el señor general Díaz; tomé a la izquierda y bajé al bote que me aguardaba y me alejé.

Toda aparecía nuevo para él y la alegría le retozaba en el cuerpo; largo, eterno sentía correr el tiempo. A veces se frotaba las manos y afirmaba que en La Habana siempre tenía en la memoria a México y que el pensamiento que le asediaba era el de tornar pronto.

Allá vivía en la calle de Aguiar, en la Casa Blanca, vivía solterón, pero arregladamente. A las cinco de la mañana estaba en pie y corría calles para hacer ejercicio. Levantado el sol empezaba a trabajar: primero fue corredor, después tuvo parte en el Bazar de Santa Ana.

Temprano se recogía en la cama y dormía a oscuras y a tirones. Alguna vez de paseo en el mar en un botecillo, una cáscara de nuez que era juguete de las olas, y estuvo en inminente peligro; pero no le dio cuidado. Esa, su sangre fría, la admiraron los marinos.

Ahora aún está fuerte y no se ha borrado de su manera de obrar la influencia mecánica de la ordenanza.

Caminando y en el curso de la conversación, se determinó en Huamantla a no llegar a México el miércoles y nos trasbordamos a otro tren en Apizaco, donde al bajar de la plataforma nos topamos con D. Ignacio Carranza, quien apoyó la idea de no venir a México ese día. Tomamos pasaje para Puebla. Ya que nos habíamos sentado, resolvimos partir a Tlaxcala y de allí, al día siguiente, a la hacienda del señor Carranza, cerca de Texmelucan.

Transcurridos tres, días entraríamos en México, sin que nadie sintiese la llegada. Nos apeamos en la estación de Santa Ana y la curiosidad de los pasajeros y habitantes fue tanta como en Apizaco: pasábamos por 1000 ojos fijos y esos ojos nos seguían con miradas de curiosidad unos y otros debajo de un entrecejo fruncido y arriba de una boca cerrada.

En Santa Ana ya formaban en el andén seis ruralazos con carabina terciada y espadota arrastrando. Subimos en un vagón y ahí todavía no se saciaba su curiosidad. Había caras que espiaban por las ventanillas, y ¡qué caras! Con mirarlas bastaba para pensar que la mano derecha que les pertenecía asía crispada algo.

Fuimos a saludar al jefe político y no fue poca cosa su sorpresa al oír el nombre del general. Mientras el señor Ignacio Carranza presentaría sus respetos al gobernador, nos pasearíamos por el zócalo.

Un transeúnte tropezó cerca de nosotros y estuvo a punto de caer.

–Cuidado, amigo. Prorrumpió el general.

–Parece que lo conozco–, dijo rehecho el transeúnte.

–A ver, ¿quién soy?

–Pues quién ha de ser usted: ¡el general Leonardo Márquez! Venga un abrazo: yo soy el coronel Gerardo Emilio Herrerías.

–Sí, hombre; cómo no lo he de conocer: su padre de usted fue mi ayudante en el batallón de Toluca.

A poco entramos en Palacio a hablar con el secretario de gobierno, a quien enseñó el general su pasaporte, firmado por el cónsul de La Habana.

–Mire usted –le dijo– yo vuelvo a mi país porque el gobierno me lo ha permitido, porque estoy comprendido en la amnistía del año 70: vengo a mi patria a pasar tranquilo los últimos años de mi vida. Qué quiere usted: soy mexicano.

–¿Viene usted a Tlaxcala de paseo?, – preguntó el secretario de gobierno.

Y entre dientes, como que dijo de mala gana que sí el general. Y mostrándose más la franqueza con el carácter amable del alto empleado, el general manifestó:

–La verdad, señor, es que no quiero que por mi causa se dé un disgusto al gobierno a mi llegada a México, por unos jóvenes que ignoran que vuelvo sin más deseo que vivir en paz; sin inmiscuirme en nada. Si mi regreso es motivo de disgusto general, de aquí puedo volverme a La Habana y acabar allá mi vida, que ya es corta. Pienso esperar a ver el curso de los acontecimientos y obrar por la lección que me den.

–General, obre usted, sin que sea consejo, como se lo dicte su corazón. Las corazonadas siempre son de felices resultados.

Nos despedimos del secretario y la corazonada fue ir a dormir a Puebla. A nuestro regreso a la estación, el Jefe de Rurales, Campos, le manifestó que no había novedad, y a su paso, cerca de una escolta, le terciaron las armas, y el general se tocó el ala del sombrero.

Con la entrada de la noche, vi decaer su ánimo, no sé por qué. Entre aquellas sombras que parecían surgir de los bosques, de la llanura silenciosa, y se nos acercaban intensas como fantasmas para envolvernos, tuve la sugestión de la muerte. Nos paseábamos, cuando el general se detuvo tal vez para espantar una idea negra y habló.

–¡Qué extraño! ¿Por qué tocan tanto las campanas aquí sí está prohibido?

El aire nos traía de Tlaxcala, que había quedado lejos, algo así como dobles.

Enseguida, el frío y el viento nos hicieron buscar refugio en la pieza de la estación. Unas señoritas platicaron con el general sobre los moscos, y él pintó a lo vivo su coraje contra ellos porque hacían daño y por su pequeñez no se les podía hacer nada; escapaban de la venganza. En esto se le manifestó que podía hacerle mal el frío.

–No, hombre; a mí no me hace mal nada: ni el frío, ni el calor, ni nada.

Con todo, sacó su paletó de la petaca y se lo puso.

Pitó el tren que iba a México y nos prevenimos al viaje. A las ocho y minutos de la anoche llegamos a Puebla. A unos militares les quitamos la vuelta. Se sabía que llegaría el general. Violentamente entramos en un coche, y de incógnitos tomamos el cuarto 23 del Hotel de Francia, inscribiéndonos en el pizarrón y los libros bajo los nombres de Ángel y Luis Martínez. El señor Carranza, aunque después cedió, fue a la casa de un amigo y al rato tornó.

Tomó café con leche con escaso apetito, después de resuelto que ayer tomaríamos a las 5:40 minutos de la mañana el tren directo de Puebla a México, y nos apearíamos en la curva de Peralvillo, frente a la estación del ferrocarril de Hidalgo.

Se acostó el general y el toque de alba en la sonora campana de catedral le despertó.

Al cochero del coche de sitio número 45, le dijimos que nos condujera a la estación del Interoceánico, y en camino, hablando del punto en que había que desayunar, fuimos a parar a la estación del Ferrocarril Mexicano y desorientamos al cochero.

Apenas habíamos ocupado nuestros lugares en el vagón de 1a clase, apareciendo merodeando por las ventanillas los bigotazos semicanos y retorcidos del licenciado Joaquín Valdés Caraveo.

Durante el trayecto, platicó de la revolución de Cuba y de sus aficiones por la vida del campo. Si no ha sido por una orden del año '53, no hubiese abandonado la Hacienda de Huehuetoca, que significa viejo que llora; de allí fue a organizar el batallón de Toluca. Andando el tiempo aprisa, llegó un día en que se le quiso aprehender para irle a entregar al general Álvarez, al sur; y entonces por una puerta de su casa entró la escolta y por la otra se escapó y huyó a Puebla a tomar parte en la revolución. ¡Ah! Si no ha sido por esa fatalidad, sería él un agricultor ricachón, porque le gusta trabajar, pero andando el sol, a caballo, mojándose, cansándose.

Y ahora que digo fatalidad debo decir que el general cree que todo tiene causa en ella.

Yo –afirma– por fatalidad he hecho todo en mi vida. Me arrastra.

Conoció la Villa de Guadalupe desde sus primeras casas.

En la curva que el Ferrocarril Mexicano hace en Peralvillo, frente a la estación del ferrocarril Hidalgo, allí nos apeamos.

Ya venía el señor Romás Araujo corriendo con un enjambre de niñitos, a uno cargaba, a otro tiraba de la mano, y éste a otro pequeñuelo y éste a otro.

Venía también don Victoriano Agüeros, director de El Tiempo, y el coronel Camacho. En la carretela del señor Agüeros subió el general y la demás gente en los coches de sitio 145 y 324.

Ocupa el general los cuartos 1 y 2 del hermoso y limpio Hotel Washington».

De acuerdo con la nota que "El Imparcial" publicó sobre

su muerte el 8 de julio de 1913, Márquez "con poquísimas personas hablaba, con nadie mantenía relaciones y entregado a la meditación y a la lectura, pasaba las semanas enteras sin hablar ni siquiera con los mozos" del hotel.

Finalmente, el hombre al que Pola catalogó como integrante del grupo de "los traidores de los traidores" y a quien "todos miraban con insultante desprecio, según Ciro B. Ceballos, abandonó México en 1911 y murió en La Habana el 4 de julio de 1913, a los 91 años. "El Imparcial", al dar la noticia, aseguró que "solo unas cuantas personas con quienes tenía relación" acudieron al sepelio.

¿Qué opinan ustedes, justo final?

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