Hace unos años descubrí las redes micelares gracias al libro La vida secreta de los árboles. Desde entonces quedé fascinada con estas estructuras algodonosas de los hongos que recorren los suelos en los bosques y otros substratos donde los hongos crecen. Las redes micelares se conocen coloquialmente como el internet de los bosques debido a la capacidad de conexión que tienen entre distintas especies en estos ecosistemas.
Las redes micelares no son raíces. Son algo híbrido y misterioso: parte raíz, parte simbiosis, parte sistema de comunicación. Debajo de la tierra, tejen filamentos finísimos que conectan plantas, árboles, bacterias y otros hongos. Llevan agua y nutrientes, pero también señales. Informan, advierten, comparten. No siguen nuestras categorías simples: no son benéficas o dañinas, simple hongo o sólo raíz, sistema simbiótico o parásito. Son, sobre todo, una red en constante transformación que informan sobre el estado de un ecosistema.
Los hongos han estado revolucionando nuestra manera de pensar. En la ciencia, nos obligan a ver el suelo como un organismo colectivo. En la filosofía, nos recuerdan que lo individual es una ilusión parcial. En el arte y el activismo, nos inspiran a imaginar formas de colaboración descentralizadas, resistentes y adaptativas. Su carácter no binario, nos invita a repensar nuestras propias identidades y relaciones.
Del micelio se desprenden lecciones silenciosas, como enraizarse sin ser estático. Crecer hacia múltiples direcciones sin anclarse en un punto único o buscando protagonismos. Las redes micelares amplían el alcance de las raíces de algunos árboles y pueden informar sobre falta de nutrientes en lugares lejanos. Debido a su estructura, crecen horizontal y verticalmente en distintos substratos buscando extensión y profundidad con sus filamentos hifales.
Compartir sin agotar: distribuir recursos y conocimiento dejando espacio para otros. Una de las lecciones más valiosas de las redes micelares es la potencia del trabajo multiespecie. El compartir recursos y señales entre distintas especies, disciplinas y formas del ver al mundo es algo que necesitamos más que nunca. Conectar sin centralizar: sostener la vida sin imponer un centro de mando.
Aprender de los hongos es aprender a pensar en redes, a imaginar relaciones menos verticales, más horizontales, amplias y recíprocas. Libros (sobre todo el maravilloso libro Seamos como los hongos, de Yasmine Ostendorf-Rodríguez), paseos y conversaciones han reforzado esta idea: que la metáfora no es sólo una figura literaria, sino una forma de conocimiento y actuar en el mundo. Observar el micelio es comprender que hay otras maneras de estar juntos, y que esas maneras ya existen bajo nuestros pies.
Hoy pienso que escribir es un ejercicio micelial: lento, paciente, interconectado. Cada trazo, cada letra y cada palabra se enlaza con otra, algunas visibles, otras escondidas bajo la superficie. Retomar el ritmo es como volver a caminar entre árboles, recordando que la conexión está siempre ahí, aunque no la veamos.
Quizá lo que viene no sea crear un manifiesto ni una teoría, sino una invitación: caminar más despacio, mirar más de cerca, compartir lo que encontramos sin acaparar. Vivir como red para enfrentar los abismos que nos rodean: la desconexión, la corrupción, la guerra, la crisis climática. Hoy más que nunca ante la desesperanza que crece tenemos que formar redes micelares.
Analista. @itelloarista






