Hace unos días el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) presentó su informe “Medición multidimensional de la pobreza en México 2018-2020”. De acuerdo con éste, en 2020 el porcentaje de pobres se elevó a un 43.9% en comparación con el 41.9% de 2018. Aun cuando el organismo reconoce que la pandemia agravó la crisis económica de las familias con menos ingresos y sus consejeros aplauden los esfuerzos del gobierno federal por otorgar subsidios a los más vulnerables, también subrayan que estas transferencias han sido insuficientes.

Por: Ángela León

Para nadie es noticia que en México los niveles de pobreza han crecido con notable rapidez desde mediados del siglo XX. En todo caso, la pandemia de Covid-19 sólo evidenció que los gobiernos y las élites económicas han sido incapaces de generar soluciones, directas y a largo plazo, que permitan disminuir la desigualdad, fortalecer la movilidad social y paliar la miseria. En este punto, es preciso preguntarse cuáles son los factores que han impedido construir acuerdos para combatir la pobreza.

Si pensamos a este problema como un fenómeno cuya definición se ha transformado en el transcurso de los siglos –en función de los valores de la sociedad contemporánea, la percepción de lo que es mínimamente justo para la subsistencia y los intereses de la época–, no es difícil imaginar que se haya conceptualizado de formas distintas a lo largo de la historia y que se hayan implementado diversas estrategias para afrontarla, muchas veces sin éxito. A pesar de tales cambios, una característica que ha logrado pervivir desde mediados del siglo XVIII es que la pobreza es un tema de interés y preocupación del Estado.

Me detengo en este último punto porque, si bien ha sido un principio fundamental para garantizar el acceso a la salud, la educación, el trabajo y los servicios básicos –indispensables en el desarrollo humano– también ha promovido la creencia de que el Estado, por sí solo, debe y puede encargarse de eliminar la pobreza; una idea que, considero, limita nuestra visión sobre el problema.

Cuando a mediados del siglo XVIII la pobreza en Europa se convirtió en un tema de gran debate público, el Estado, encarnado en los monarcas, no sólo adquirió más poder para regular las prácticas asistenciales –tradicionalmente ejecutadas por la Iglesia, las autoridades locales y los benefactores–, sino que buscó intervenir de forma paulatina en la administración de sus recursos, la selección de los pobres merecedores de ayuda, la promulgación de leyes contra la mendicidad y hasta en la formulación de una nueva forma, secular, estandarizada y sistemática, de auxiliar al desvalido. Por si ello fuera poco, durante las primeras décadas del siglo XIX el incremento generalizado, exponencial y prolongado de pobres, fenómeno al cual se denominó pauperismo, llevó a los Estados a considerar la necesidad de centralizar el auxilio público. Es decir, imponer su uniformidad administrativa con ayuda de reglamentos generales, así como de un aparato burocrático y la vigilancia de autoridades dependientes del poder central. Con ello, los gobernantes pretendían diferenciarse e incluso suplantar los esfuerzos voluntarios de individuos, familias, órdenes religiosas y autoridades locales, así como fortalecer al Estado.

La historia de las naciones que ambicionaron esta tarea y que convirtieron a la pobreza en un tema ampliamente discutido muestra que, más allá de los acontecimientos que impidieron al Estado controlar y resolver por sí solo el crecimiento de pobres, la centralización del auxilio no se alcanzó por dos razones. Porque ningún Estado era tan poderoso y porque se entendió, aunque a marchas forzadas, cuán importante era la colaboración entre distintos actores. Después de todo, nadie tenía más conocimiento sobre las necesidades de una comunidad que sus autoridades y benefactores locales.

Como ocurrió en Francia, Inglaterra, Austria, Alemania y España, los intelectuales, religiosos, políticos, empresarios y benefactores de nuestro atrabancado siglo XIX se esmeraron también en presentar y discutir iniciativas que permitieran aminorar el número de pobres y mejorar sus condiciones de vida. Es cierto que liberales y conservadores se culparon entre sí por no haber impedido que el pauperismo se extendiera. También lo es que la Iglesia católica y los benefactores responsabilizaron al poder civil del incremento de la mendicidad, o que las autoridades laicas atribuyeron las plagas de mendigos a la caridad mal administrada. Sin embargo, todos participaron en la discusión y en algún momento convinieron en la necesidad de reunir esfuerzos.

Hace unos meses, un grupo de investigadores de El Colegio de México presentó una propuesta centrada en establecer un nuevo Estado de Bienestar. Sus promotores exponen que, si bien “el Estado mexicano no puede encargarse de todo” –como muchos le exigen– “indudablemente debe y puede hacer más”. Como recientemente declaró Mario Luis Fuentes, una forma de iniciar esta tarea sería convocando a “un diálogo plural, serio y responsable sobre cómo resolver esta dura problemática”. Considero, no obstante, que en este diálogo no sólo deberían participar nuestros representantes políticos, sino intelectuales, organizaciones civiles, filántropos, empresarios, representantes de las Iglesias y las comunidades más empobrecidas a quienes muchos sectores sociales continúan responsabilizando de su situación.

*Ángela León Garduño es Maestra en Historia por la UNAM y Doctora en Historia Moderna y Contemporánea por el Instituto Mora.
Entre sus líneas de investigación se encuentra la historia de la pobreza y la asistencia social en los siglos XVIII y XIX.

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